Cuando murió mi padre
a los 86 años de edad,
tranquilamente, en su cama,
en medio de la noche,
quedé por completo desolado.
No podía comer;
no podía ver la luz;
no podía parar de llorar.
Pero todo ese dolor
y esa profunda angustia
solo me duró tres días.
En la madrugada del tercer día
soñé con mi padre.
Un sueño luminoso y beatífico.
Ya no estés triste —me dijo—
ya pasé… ya pasé…
Desperté transformado.
A partir de ese día
no volví a derramar una lágrima
por mi querido padre.
Toda la tristeza que había en mi corazón
se transformó de un momento a otro
en la más pura e inalterada gratitud.
Me di cuenta de que se trataba
exactamente de la misma energía
solo que utilizada de otra forma;
encaminada en otra dirección:
hacia la luz y no la oscuridad.
Cuesta el mismo trabajo
estar sereno que estar desesperado.
Desde entonces,
siempre que pienso en mi padre
lo hago con una sonrisa
y una profunda sensación de gratitud.
AQ