Tu hijo imagina el tiempo como una carretera de doble sentido. Mamá, dice, jugaremos juntos cuando seas pequeña. Hace planes para tu niñez convencido de que alguna vez en la vida volverás a la infancia. Igual que él, las leyendas antiguas fantaseaban con escapar al flujo irreversible de los años: el sueño de ser jóvenes de nuevo es muy viejo. El preste Juan, legendario viajero, aseguró que quien se bañase en la fuente de la juventud retornaría a la edad ideal de treinta y dos años. Se dice que otro Juan, Ponce de León, buscó en vano el famoso manantial en Florida, península convertida hoy —irónicamente— en retiro dorado para jubilados. En China, los cuentos populares describían las Tierras de la Inmortalidad, pobladas por gentes que nunca envejecían ni morían. El emperador Qin Shi Huang envió a un alquimista con un séquito de tres mil soldados para descubrir el elixir. Jamás regresaron.
También los antiguos griegos estaban obsesionados con la juventud perpetua y la vida eterna, pero eran muy conscientes del peligro que entrañaba esa aparente bendición. Los Himnos homéricos narran la conmovedora historia de Titono, un troyano que enamoró a Eos, diosa de la aurora. Incapaz de aceptar que un día su amado moriría, suplicó a Zeus la inmortalidad para Titono. Sin embargo, atolondrada, olvidó pedir explícitamente que no envejeciera. Mientras Eos permanecía siempre idéntica, dormía junto a un amante cada noche más decrépito, y acabó encerrándolo con llave tras unas puertas doradas. Allí, Titono se arrugó y menguó hasta convertirse en una cigarra cuyo monótono canto es la súplica de morir. A partir de esta leyenda, los modernos gerontólogos han acuñado “el dilema de Titono”: puesto que las células humanas están programadas para deteriorarse, no es sensato alargar la duración de nuestra vida sin cuidar del buen vivir.
En la estela de Eos, nuestro mundo oculta la vejez bajo siete cerrojos. Temerosos de mencionar lo innombrable, el lenguaje fabrica eufemismos insólitos como “cremas antiedad” o personas “de cierta edad”, en una extravagante aplicación del principio de incertidumbre. La publicidad nos martillea con mensajes de rebeldía y hedonismo siempre juvenil: sé auténtico, pero sin arrugas. Obsesionados por un ideal irrealizable, olvidamos que la perfección es una cualidad de los objetos, nunca de las personas. En latín, “perfecto” significa “terminado y pulido”, es decir, algo finalizado, intachable, expuesto en una vitrina, pero en la parálisis de lo intocable. Hablar de cuerpos perfectos es una paradoja y, tal vez, lo opuesto al deseo, siempre hambriento de acción y roce tempestuoso. En la Antología palatina, una variada colección de versos griegos recopilados hace más de un milenio, los poemas anhelan la belleza viva de la imperfección. “Aun vestida de arrugas, querida Filina, eres más hermosa que las jóvenes —escribe un poeta del siglo vi—. No me atrae la juventud, tu otoño brilla más que una mortal primavera y tu invierno es más cálido que el sol del verano”. Otro escritor dice de su amada Melita: “Han pasado muchos años, pero no su risa aniñada. Los estragos del tiempo no alcanzan a rendirla”.
Nuestra mirada está infectada por ese afán de perfección que, como una epidemia, contagia la obsesión por adelgazar, estirar y rejuvenecer los cuerpos. A finales de los setenta, antes de la revolución digital y las pulidas imágenes de las redes, la película La fuga de Logan, de Michael Anderson, profetizó esta obsesión por eliminar las huellas del tiempo. En su estilo naif e ingenuo —canto del cisne de la antigua ciencia ficción—, retrató un mundo de personas aparentemente felices que cultivan una belleza en serie mediante operaciones estéticas instantáneas. Esa vida de hedonismo juvenil tiene un precio: a los treinta años, todos deben morir. En ese mundo desquiciado y superficial, donde la experiencia ha sido borrada, el protagonista huye en pos del privilegio de envejecer. Hay algo heroico en quien hoy luce con orgullo las canas, las arrugas, los achaques, las varices, los signos y los surcos de la vida: saben que el peso de las horas vale oro.
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AQ