“Si uno permanece mucho tiempo en un sitio acaba por desempeñar algún papel, por encarnar algún personaje, por cumplir con alguna función… pero mientras tanto uno se queda como en la orilla, mirando”, Rosario Castellanos, “Tierra prometida: Nuestra mujer en Tel Aviv”, 1971.
Aún no puedo decir que conozco Edimburgo. Por lo tanto, me quedo mirando en sus orillas, como Castellanos en su primer año en Tel Aviv. Desde la ventana de la cocina de Tatiana observo cómo empiezan a llegar los grupos de turistas apuntando con sus teléfonos a los edificios del siglo XVII que rodean la pequeña plaza interior frente al Museo de los Escritores, incluido el que habito esa mañana de sábado invernal. Tatiana emigró de Colombia para trabajar como investigadora en la Universidad de Edimburgo, pero dentro de poco tendrá que buscar alojamiento de nuevo porque el departamento que renta, que originalmente era de seguridad social, ya fue vendido.
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El que Edimburgo se considere una de las mejores ciudades para vivir en el mundo tiene altos costos para sus habitantes. Con rentas que sobrepasan las dos mil libras mensuales y habitaciones de hotel que inician en cien la noche, la ciudad es cada vez menos amistosa con los artistas que siempre han buscado lugares atractivos a bajo costo para inspirarse. El famoso café The Elephant House, donde J. K. Rowling escribió su primer libro de Harry Potter, se quemó hace dos años y no ha podido recuperarse. No obstante, son otros seres creativos quienes lucran actualmente con el aura literaria de la ciudad: para salir del edificio de Tatiana hay que abrirse paso entre anónimos fans de Harry Potter que se toman fotos con un búho. El animal posa día y noche al lado de su dueño, quien cobra por el escenario natural mientras obstruye el estrecho túnel que conecta el conjunto de edificios habitacionales con el centro de la ciudad.
Salir de la Edimburgo turística es una tarea que requiere esfuerzo y quizá la Edimburgo real sea tan solo una ficción más. Y es que la ciudad se exhibe de manera sospechosamente natural, como un escenario listo a satisfacer las expectativas del mejor postor. Entre las calles escalonadas y estrechas suben y bajan turistas de todas las clases: académicos y recreacionistas medievales, exploradores de cementerios, seguidores de las novelas de detectives, fans de Sir Walter Scott, o Harry Potter o Highlander y quienes se predisponen gustosos a espantarse en los tours nocturnos en todos los idiomas por callejones quizá deliberadamente mal iluminados o a tomar una guitarra en algún bar esperando que alguien descubra su talento y lo lance al estrellato indie.
“Puedo oler a la clase media, este es un bar para gente de la clase trabajadora”, grita con voz ronca y amenazante un hombre de barba canosa al fondo de la barra mientras acomoda su guitarra y empieza a tocar una canción ininteligible para mí y mis amigas, pero que el resto de los clientes del pequeño pub cantan emocionados a coro. Entonces estamos seguras de que el artista también puede oler a las extranjeras. Es sábado en la noche en Edimburgo y estamos en el Captain’s Bar para tomar un whiskey después de una larga caminata por la ciudad. El lugar de llamativa fachada roja en una cuadra de edificios sin color es una recomendación de los caseros de Tatiana. Queremos, como todos los turistas, conocer un lugar no turístico y este sin duda ha pasado la prueba (¿se llamará El Capitán porque era un antiguo bar de marineros?, prefiero seguir con la duda que preguntarle al temible trovador).
Hace frío aún, pero al menos no llueve, así que resulta placentero caminar por la serie de calles conocidas en conjunto como Royal Mile (“la milla real”), por ser la ruta histórica de procesión para los reyes (lo fue también del féretro de la Reina Isabel II en septiembre pasado), pero que ahora es el punto de encuentro para la diversión nocturna en la ciudad. Desde que regresé a vivir a este Reino Unido, a Edimburgo he venido mayormente a tomar trenes o aviones que me saquen de Escocia por unos días y a veces a hacer turismo de fin de semana. Y cuando se hace turismo en una ciudad donde llueve casi siempre y cuyas empinadas calles resultan doblemente agotadoras para el visitante, el pub —cualquiera en que se logre encontrar un lugar— se convierte en inevitable destino.
Aún no puedo decir que conozco Edimburgo, pero al salir de la estación central de Waverley puedo guiarme por mis propias coordenadas simbólicas: si doy vuelta a mi izquierda llego al Old Town, la parte antigua de la ciudad, con su Royal Mile y el imponente Castillo en lo alto de una gran roca volcánica; si doy vuelta a la derecha me encontraré sobre Princess Street (calle de la princesa), la parte comercial de la ciudad a donde acudimos de vez en cuando los habitantes de la costa Este para no olvidar que existe el mundo más allá de nuestros remotos pueblos.
Aunque un@ sea turista, no hay forma de perderse en Edimburgo si se eligen las referencias arquitectónicas adecuadas. Entre la ciudad vieja y la nueva, además de la estación de tren y la Galería Nacional Escocesa, está el neogótico Monumento a Walter Scott, que de acuerdo con Wikipedia es el segundo monumento más alto jamás erigido a un escritor, después del de José Martí en Cuba (y sí, no recuerdo haber visto nada igual… aunque para mí el más divertido es el de Karl Marx en Berlín). Desde cualquier banca en la parte alta de los jardines siempre verdes que rodean al Scott Monument se puede contemplar la belleza de los edificios construidos entre cerros, en distintos niveles y en distintas épocas, como si arquitectos y paisajistas hubieran seguido un mismo plano a través de los siglos para llegar a este resultado. Aunque no es el único punto para observar: la ciudad se deja admirar también al escalar el cerro Calton con sus columnas estilo griego de cara al puerto, al atravesar los puentes del río Waters of Leith o al caminar las calles del West End que van elevándose de manera imperceptible a la vista, pero inevitablemente perceptible a la respiración.
Edimburgo fue construida para observarse. Su belleza panorámica es tan deslumbrante como los puntos diseñados para la observación y hasta sospecho que los semáforos tardan una eternidad en cambiar de rojo a verde solo para obligar a los turistas a tomar aire y observar la ciudad una vez más. Yo la miro, sin esperar desempeñar ningún papel en ella que el de una turista más que de ella escribe.
AQ