Ulises de James Joyce quizá representa la consumación del ideal más alto de Stephane Mallarmé: alcanzar no éste o aquel texto sino la Obra. Su escritura implica, por lo menos en una primera instancia, “la desaparición elocutiva del poeta, que cede la iniciativa a las palabras”, y el dominio del acto creativo más puro a través de todas las formas. Desde el comienzo, los personajes de la ardua novela aparecen mucho más como corrientes verbales que como el dibujo de figuras narrativas. El lector, incluso el lector avezado, requiere de un tiempo concienzudo y largo para comprender el texto. Es el caso contrario al golpe rápido de “la lectura atractiva”, como sucede con las novelas clásicas por entregas del siglo xix o en las periodísticas de nuestros días. Nada más la atención concentrada puede distinguir, con alguna claridad, el derrotero de esta urdimbre en constante movimiento y giros inopinados.
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El comienzo de Ulises solo le otorga cuatro líneas al narrador omnisciente para dar paso, de inmediato, a la acción dramática —tal vez en homenaje a Ibsen a quien admiraba Joyce— y, luego, a la visión de los distintos puntos de vista y, después, al flujo libre de la conciencia. Desde el primer instante, nos atrapa la sensación de una marejada en rápido ascenso y, contradictoriamente, en lenta progresión digresiva. En ella podemos entrever a Buck Mulligan, rollizo y lleno de fuerza lucífera; a Stephen Dedalus, oscuro, “miedoso jesuita”; y al inglés Haines que solo importa, comprenderemos más adelante, porque es antisemita. Esta sensación no nos abandonará en la segunda parte del libro, donde avanza el día triste del judío y cornudo Leopoldo Bloom —imagen invertida de Madame Bovary—; ni en la tercera, en la que cobra un relieve fundamental el carácter nutricio e infiel de Molly Bloom —también en fuerte contraste con el personaje arquetípico de la famosa novela de Flaubert—, sobre todo en el capítulo final del largo monólogo interior y su culminación en la memoria lejana, pero honda, del sí amante y epifánico de ella en respuesta a la declaración de amor de él.
Pero esta historia, difícil e imponente, es lo opuesto a la abstracción soñada por Mallarmé con su mito de “la alusión” y la “solitaria pluma extraviada”, que acabará convirtiéndose, en una parte de la literatura del siglo xx, en el pobre “artefacto verbal”, sin referencia y significado. El texto de Joyce es la búsqueda del sentido múltiple y el recurso de la superposición de imágenes: Ulises sobre el judío errante y éste sobre el irlandés atribulado. En esta síntesis, Joyce se aleja de Flaubert. En una suma compleja atisbamos la jornada dolorosa y pequeña de un hombre en Dublín, pero también la nobleza imperceptible de la individualidad auténtica. Asombra descubrir la reciedumbre de la autobiografía en esta construcción sobre el lenguaje. Casi podríamos decir que este libro es una auto ficción. También asombra percatarse de que el tópico de los celos, esencial en el cuento “Los muertos” de Dublineses, ha devenido aquí un motivo extraordinario, en concordancia con las inquietudes reales de Joyce acerca de la fidelidad de su esposa Nora Barnacle. Esta paradójica alianza de palabras y vida es lo que hace de Ulises, en contra de la ridícula madame Bovary —escarnecida por Flaubert— el mito realizado de la obra absoluta y, al mismo tiempo, el símbolo del amor en superación o, mejor aún, en franca burla de la infidelidad, la histeria y la mojigatería de nuestro tiempo.
AQ