Tal vez porque sabía de qué se trataba, demoré tanto en leer Últimos días de mis padres (Planeta, 2022), la más reciente novela de Mónica Lavín. La tuve varios meses en uno de los anaqueles de mi biblioteca, aún con su cubierta de nailon, esperando el momento preciso para hincarle el diente. Y cuando por fin comencé a leerla, me resultó inevitable volver la vista atrás y recordar la muerte de mi padre acaecida no hace mucho tiempo, porque si algo hay que reconocerle a esta historia es que las agonías de Bicho y Sol, motes con los que se llamaban cariñosamente entre sí los padres de la autora, resultan tan cercanas que de inmediato evocamos las de nuestros propios muertos.
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“La orfandad es perder un papel virtuoso. Ya no ejerzo de hija. He perdido un oficio, he perdido un lugar. El único donde se me amaba conociéndome, aconsejándome, a veces lastimándome, espejos al fin, prolongaciones de lo que ellos han querido o no han querido que sea”, escribe Mónica Lavín en las primeras páginas de este libro donde consigna con detalle la muerte de sus progenitores. El padre fallece y un año después, muere la madre. “Me duele escarbar en esos días de triste telón. Pero me pesa más la desmemoria, no saber quién fui yo mientras atestiguaba el descenso…”, confiesa abiertamente en el segundo capítulo y, a partir de ahí, con la determinación de contar ese tiempo de dolor y las reverberaciones emocionales que conllevan, hurga en su memoria y trae al presente, de manera fragmentada, anécdotas familiares y recuerdos que convierte en relatos íntimos en los que desnuda sus sentimientos con desgarradora sinceridad.
Narradora experimentada, ganadora del Premio Narrativa Colima 2001 y el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2010, entre otros reconocimientos, Mónica Lavín cuenta esta novela a través de capítulos cortos y contundentes que ayudan a que la lectura fluya con naturalidad, pese a lo agobiante del tema. Aquellos que se alejan momentáneamente de la locación principal —una fría habitación de clínica privada— representan un bálsamo de calma para el lector, una oportunidad para visualizar a los personajes en dinámicas menos trágicas. Uno de mis favoritos es el capítulo que se refiere al enero feliz que pasa la madre viuda, junto con su familia, en una casa con vista al mar en Acapulco: “Aquella vacación tres ballenas recorrieron el tramo entre la costa y la isla de la Roqueta. En una especie de danza jubilosa, una de ella erguía el lomo negro lustrado y la cabeza, luego otra, después la tercera, a veces dos al mismo tiempo motivadas por el horizonte hacia donde se dirigían”.
Un padre que intenta ser escritor, una madre que se refugia durante un lapso en el alcohol, un intento de suicidio, un fugaz adulterio; secretos de familia que Mónica no esconde ni disfraza porque hacerlo significaría regatearle veracidad a su historia o dirigirla por los tentadores caminos de la ficción. Imagino que algunos de estos secretos los fue descubriendo a medida que indagaba y escribía.
En Últimos días de mis padres, el acontecer de la orfandad y el dolor por la ausencia se transforman en belleza gracias a la prosa rítmica y poderosa de Lavín. Y no hay hecho menor. Las remembranzas —aquella larga temporada en Madrid, la inolvidable boda de la autora, el traumático asalto al negocio de la familia, el añorado viaje a París— se describen una tras otra sin orden cronológico, de manera espontánea, casi natural, formando un variopinto mosaico de épocas y sucesos que, concatenados, dan sentido y unidad a la novela.
“De repente sentí la dimensión de la orfandad y necesitaba escribirlo, detener el tiempo, regresarme a esos días confusos donde todos los que estábamos alrededor no sabíamos cómo reaccionar…”, afirma Lavín en una entrevista a propósito de este libro, y uno no puede más que agradecer esa brutal honestidad que se manifiesta en sus letras, pues gracias a ella somos capaces de comprender sus reflexiones que, al cabo, terminan por ser también nuestras.
Últimos días de mis padres es una novela triste y gozosa que celebra la vida y dignifica la muerte. Cierto que su lectura acongoja, pero al mismo tiempo reconcilia. Y no tengo la menor duda: sitúa a su autora en un puesto privilegiado dentro de la narrativa mexicana contemporánea.
AQ