Ser inmigrante es caminar con una serie de sentimientos encontrados, tu sentido de pertenencia está latente en tu piel; aunque la nueva etapa de la humanidad viva la aldea global para el desarrollo y expansión de los mercados y grandes corporaciones, no sucede lo mismo para las personas, ahí las fronteras como espacio de control cobran vigencia, limitando el libre acceso a la movilidad que tanto pregona el sistema.
En Estados Unidos, si no tienes documentos, el miedo y la zozobra se apoderan de ti al ver a algún policía; te sientes el otro, el diferente, el extraño, todo eso te escinde e invisibiliza. Ser indocumentado implica caminar por las sombras, no tener derecho a obtener un permiso de trabajo, una licencia de conducir, una cuenta bancaria; te obliga a trabajar clandestinamente, expuesto a la explotación laboral. En mi caso, como inmigrante en la ciudad de Nueva York, no pude contar con la ayuda económica que otorgó el gobierno federal de mil 200 dólares, más un seguro de desempleo de 600, y otras ayudas, en caso de tener familia, debido a la pandemia de covid-19.
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Tengo dos hermanos en Nueva York. En nuestra infancia nos separó la migración nacional y al crecer nos reunió migración internacional. Ellos llevan casi 20 años en esta ciudad y desde entonces no han tenido contacto físico con mis padres y hermanos que permanecen en Ecuador; ahora, lo mismo me pasa a mí, ello implica vivir en la nostalgia eterna de los pequeños recuerdos porque la migración se hizo parte de mi piel.
Si bien es cierto que la proliferación de las nuevas tecnologías a través del internet y las redes sociales han abierto la posibilidad de comunicarse, siempre será a través de una pantalla plana y vacía, quedando postergado ese anhelado momento de encontrarse, abrazarse, sentir el calor humano y poder vislumbrar lo que nos trasciende a cada uno.
Mientras ello sucede, el tiempo transcurre al ritmo acelerado que viven grandes urbes como Nueva York, porque el sistema y el modelo económico así lo demanda. Este tiempo se ha impuesto, y el tiempo de la familia ha sido reemplazado por el tiempo de la producción en serie, basada únicamente en la rentabilidad económica.
En ese contexto, ser inmigrante indocumentado, con la presión de las deudas que contraes con los coyotes para venir a esta ciudad, sumado al envío de dinero para la manutención de la familia, obliga a tener mínimo dos trabajos para enfrentar esas dos realidades, al final vives escindido en tu condición humana.
Para muchos migrantes, de los que soy parte, vivir lejos del país, familiares, amigos y del entorno natural, les ha recluido en las soledades y los profundos vacíos de desintegración existencial.
Sin embargo, también es una pelea permanente a no dejarse arrebatar el sentido de la vida, a buscar, encontrar, retomar y resignificar la vida personal y profesional en este nuevo espacio y tiempo.
Me siento un nómada en esta selva de cemento que es Nueva York, en la búsqueda indeclinable del sentido a la vida en medio de la corriente del sur, los Andes, sus colores, paisajes y el sentir de los pueblos al que me pertenezco. Me toca deshilvanar lo mejor de mi proceso migratorio que lo estoy sintiendo y viviendo.
Texto escrito en el Taller de Periodismo Cultural, organizado por la Secretaría para la Cultura y las Artes de Oaxaca y la asociación civil Cantera Verde, realizado a través de Zoom del 19 al 30 de octubre.
ÁSS