Aquel niño que dijo en la Roma Antigua:
“Recuerda que todo me es permitido,
y con todas las personas”
—repitió en la Tribuna al pie de la Curia—
“Podría dispararle a alguien en plena Quinta Avenida
y sería perdonado por mis fans”.
Sólo reconoció un defecto en sí:
la adriatepsia
—una especie de vergüenza o desfachatez—
y su anverso
—la indiferencia a quien le afecte—.
El heredero construye palacios
que hacen reír al cielo
durante sus insomnios,
pero se refugia en Mar-A-Lago,
un palacio flotante junto al Nemi.
Se casó con Melania, Me-la-nia, no Milonia.
Cuatro años fueron, no vida larga.
Hay algo que no mencionan Suetonio, Dión, Casio, Filón,
o el mismo Séneca:
El déspota hablaba por teléfono imitando voces
para amenazar a sus enemigos.
“Salvo soy.
Ellos me eligieron
igual que dos me trajeron al mundo.
No tengo edad.
Soy multitud:
Aquel bebé de frac
que elevan entre los muchos;
el hombrecillo de negocios de diez años
que vende limonada
y hace campaña en un suburbio;
el evangelista enloquecido por su púlpito;
ese pobre diablo que compra una cachucha
de treinta y ocho sestercios,
y aquella mujer
que sueña con mi corbata roja,
son como hijos que procreé
con mujeres de la turba”.
Incitato, mi caballo de los bríos de oro,
que cabalga por las escalinatas del Capitolio,
Curia y Tribunales,
persiga el sueño inmemorial
entre columnas de mármol.
AQ