Necedad y ambición se pagan caras. ¿Qué podría motivar a un espectador a ver en teatro lo que pudo ver en 2003 en el cine, con resultados de excelencia? Quizá ese afán a ultranza de acercarse al suceso artístico vivo. Dogville, el aclamado filme de Lars von Trier trasladado al teatro, deja un denso halo de desencanto en el patio de butacas.
La versión mexicana de Dogville es un claro ejemplo de que un nutrido grupo de buenos actores, que en muchos casos han trabajado en cine, teatro y televisión, no es suficiente para conseguir un montaje de la calidad que se espera.
Al parecer —además del pago en euros por los derechos de autor y el presupuesto de esta producción realizada con el estímulo 190 de la LISR (Efiartes)—, la preocupación mayor recayó en la elección de una actriz que tuviera parecido con Nicole Kidman para interpretar el papel de Grace, la mujer que llega huyendo al montañoso pueblo de Dogville, en busca de apoyo y refugio.
En efecto: hay similitudes físicas entre la actriz australiano–estadunidense y la joven Ximena Romo. Sin embargo, aunque se le haya querido arropar con 17 actores de muy distintos registros, formaciones y experiencias, le hace falta un intenso trabajo actoral que le ayude a generar y proyectar en silencio la tormenta interior de su personaje, además de una experiencia que pueda proveerla de las herramientas actorales necesarias para enriquecer el complejo papel que le fue encomendado.
El resto del elenco, incluidas buenas escenas individuales, no ha logrado aún la comunicación que el equipo necesita para edificar la incomunicación de sus personajes, por más sujetos al egoísmo y al poder que en apariencia se encuentren.
Titánicos esfuerzos actorales por cumplir con el objetivo del personaje se estrellan sin remedio, incluso al empatar en el pétreo rechazo al personaje de la delicada Grace que, según crece el conflicto, se diversifica y se asienta en el particular abuso que cada habitante de Dogville ejerce sobre ella.
La versión al español de Miguel Cane, quien cuida su labor en el traslado a nuestro idioma, cuenta con la dirección poco rigurosa de Fernando Canek, quien propone, por ejemplo, un cuadro de pantomima a cargo de los personajes, que marcan con su dedo líneas en el aire para que el espectador imagine los muros divisorios de cada casa en ese pueblo, metáfora de la imposibilidad humana para aceptar la diferencia sin que haya una alta cuota de pago a cambio.
Al poco rato las líneas divisorias se desvanecen. Las escenas individuales utilizan una cama, una silla, o el radio que escucha el padre del joven Tom, papel que interpreta Sergio Bonilla, quien como algunos de sus colegas persevera en encontrar un tono que sin hallar eco se dispersa.
Claudia Ramírez, a quien no habíamos visto en teatro recientemente, necesita cuidar significados, reacción y movimiento. Carmen Delgado, que vuelve fortalecida al teatro, se topa con vacíos intermitentes en escenas colectivas. Mercedes Olea requiere matices en su rol de mujer intolerante. Luis Miguel Lombana enfrenta obstáculos en su doble rol de ciego y narrador. Pablo Perroni apresura la progresión del hosco marido. Gerardo González, único en montajes de comedia musical, precisa apoyo para un personaje de esta tesitura. Rodolfo Arias se conforma con su tipo de gangster. Judith Inda, Francisco de la Reguera, Ana Kupfer, Christopher Agilasocho, Diego Cooper, Francisco Hernández Castelán, Jerónimo Suárez Inda, Alan Téllez y Carlos Fernández están en vaivén tonal sin soporte.
Este Dogville a la mexicana, con escenografía e iluminación minimalistas de Félix Arroyo, opone a los preceptos del Dogma 95 establecidos por Lars von Trier efectos de sonido que, lejos de enriquecer el clímax dramático, presionan a los actores que, sin ser mimos, deben narrar la mayor parte del tiempo, empatar movimiento, parlamento y acción física con el efecto de sonido, en lugar de conseguir la sustancia del instante que la obra exige.