Cementerio de Montparnasse, París, Francia.
Parece jardín más que cementerio. Árboles, arbustos y flores rodean sus 19 hectáreas de sepulcros. Pregunto a Google qué tipo de árboles son y cuántos hay. Responde con una larga lista de artículos. Uno dice que son fresnos, arces y tilos de troncos gruesos y copas frondosas los que cercan las avenidas por las que desfilan carrozas fúnebres, dolientes y turistas. Otro asegura que hay 1 200 árboles en total. También me encuentro un mapa digital del lugar y decenas de sitios con información para turistas. Lo último que leo es una reseña de un libro de crónicas escritas por Mariana Enríquez sobre ésta y otras necrópolis.
El cementerio de Montparnasse es una cuadrícula perfecta, con una glorieta florida resguardada por la escultura de un ángel de alas extendidas. En el mil ochocientos este terreno estaba fuera de la ciudad y lo ocupaban tres granjas. De aquella época sólo quedó un molino de viento sin aspas, que ahora es monumento histórico. El buen gusto francés se deja ver en la arquitectura del lugar y en la estética de las tumbas. Parece museo más que camposanto. Recintos modestos y mausoleos fastuosos conviven con la armonía que, seguramente, no tuvieron sus moradores antes de fallecer. Algunos sepulcros están acompañados por esculturas que podrían ser parte del catálogo del Louvre. Hay un barco, un pájaro gigante, un pez, ángeles, vírgenes, la escena de un hombre recostado en la cama sobre la que yace el cuerpo de su esposa. La escultura abstracta de una pareja besándose corona la tumba de la ucraniana Tania Rachevskaïa. Fue declarada patrimonio nacional por el gobierno francés para evitar que descendientes del escultor Constantin Brancusi se llevaran la obra, hoy valuada en millones de euros.
Montparnasse parece jardín o museo, pero es un cementerio.
Viva México es el festival de cine que nos trajo a París. Diego presentó su documental sobre el escuadrón zapatista que zarpó de México para conquistar Europa. Tania es su productora. Haydee y yo, los acompañantes de él y ella, respectivamente. Durante diez días paseamos por barrios y calles de París. Caminamos por la Rue de la Huchette, ya sin los portales carcomidos ni los parvos zaguanes de cuando Oliveira. Hicimos fila para entrar a la Shakespeare Company. Recorrimos el río Sena y sus puentes. Caminamos por debajo de la torre Eiffel. Vistamos el museo Orsay, el l’Orangerie y los jardines de Luxemburgo. Fallamos en dos intentos por llegar a las Catacumbas. Tampoco conseguimos boletos para el Moulin Rouge, pero caminamos por Boulevard de Clichy, entre luces de neón, kebabs y sex shops. Brindamos con champagne en el café de Le Deux Molins, hoy sucio, decadente, sin el color ni el candor que tenía cuando despachaba Amélie. Dimos check a casi todo lo que un buen turista debe hacer en París, quedaba sólo una parada, la más importante para Diego, la tumba de Baudelaire.
Entre los más de cuarenta mil sepulcros que tiene Montparnasse hay ex presidentes franceses, científicos, escritores, poetas, filósofos, pintores y músicos que son visitados por admiradores de todo el mundo. Aquí reposan Cioran, Durkheim, Maupassant, Prudhon y el propio Brancusi. Dos mexicanos destacan en la lista de celebridades, Porfirio Díaz, dictador que murió exiliado en París y Carlos Fuentes, que pidió ser enterrado acá —casi estoy seguro que sólo para ser parte de la lista de escritores célebres—. Una centena de famosos son causa de que turistas recorran estas avenidas, coman pastelillos sentados en bancas, fumen tabaco bajo un árbol, deambulen entre las tumbas pronunciando, con acento francés, los apellidos inscritos en las lápidas. «Contuuur», «Lacruaaa», «Mountaaaain».
Miles de personas vienen cada año a visitar la tumba de su famoso favorito. Se toman selfies para Instagram, dejan ofrendas simbólicas, piedritas, fotos, flores, plumas, boletos de metro. No estoy cómodo recorriendo estas avenidas. Nunca me ha llamado la atención conocer famosos vivos, y menos interés me provoca conocer tumbas de famosos muertos. Tampoco entiendo el rito de las ofrendas, a pesar de que crecí en México, recordando cada 2 de noviembre a seres queridos que ya murieron, poniendo un altar decorado con papel de china de colores, flores de cempasúchil, fotos del fallecido y la comida o bebida que le gustaba. Entiendo el simbolismo de poner sobre el altar una cajetilla de cigarros para el tío que murió siendo fumador empedernido, pero qué sentido tiene ofrendar piedras o boletos de metro o lo que sea, a un famoso muerto que no conociste.
Son pocas las ocasiones en que he visitado un cementerio. No le encuentro sentido. Quien murió no está ahí ni se entera si alguien acude al lugar en el que dejaron sus restos. El tiempo, las palabras, los abrazos que no se dieron cuando el muerto estaba vivo, no se compensan dejando flores sobre una losa de concreto. Las personas que visitan cementerios lo hacen para expiar culpas, no por quien se fue —aunque también hay expertos en cementerios, traslados funerarios, historias sobrenaturales y artes ocultas, como Mariana Enríquez—. No visito cementerios porque no tengo muchos muertos queridos. La primera persona que quise y murió fue Javier Valdez —curiosamente, un periodista famoso—. Lo asesinaron en 2017. Era un hombre bueno que no merecía lo que le hicieron. La gente buena no debería morir, pero la muerte no entiende de justicia y, en estos casos, Dios siempre brilla por su ausencia. Después falleció mi abue María, estuve en su entierro en el cementerio de Mezquitán, en Guadalajara. No hace mucho se marchó mi abuelita Carmelita, con ella no hubo entierro, mi mamá y sus hermanas decidieron —no sin discusiones— cremar su cuerpo.
El cementerio de Montparnasse tiene varios accesos. Tania y yo entramos por la puerta de Boulevard Edgar Quinet, cerca de las tumbas de Simone de Beauvoir y su acompañante. Diego y Haydee entraron por la Rue Froidevaux, justo del lado contrario. Nos llamamos y acordamos encontrarnos en el cenotafio de Baudelaire. El segundo cementerio más grande de París tiene glorieta, calles, bulevares y avenidas. No necesitamos mapa impreso —ni me lo obsequiaron, como sí a Enriquez cuando estuvo aquí—, basta teclear el nombre de un difunto famoso y Google Maps indica el camino a seguir. Avanzamos por la Avenue Principale, doblamos a la izquierda por la Avenue Boulevart, y luego a la derecha en la Avenue de l’Est. Antes de llegar a la Avenue Transversall, Tania se interna en el bloque de tumbas que está a nuestra derecha. Me quedo revisando mi teléfono a mitad de la avenida. Miro de reojo a la izquierda y, a lo lejos, veo a una pareja frente a una tumba. Son mujer y hombre de pelo cano y hombros caídos. Están de espalda, no veo sus rostros. Ella recoge hojas secas. Él acomoda una foto enmarcada sobre la losa. Creo que es un niño, diez, doce años, quizá. A pesar de la distancia alcanzo a distinguir la fecha de muerte, 2003. Construyo la historia de papá y mamá envejeciendo sin sobreponerse a la muerte de su hijo, no tuvieron más familia, por eso están aquí, solos, abatidos, esperando el día de visita para venir a quitar las hojas y acomodar la foto. Así es como se va la vida. Imaginé también la trama de su muerte, una enfermedad, cáncer; un accidente, un auto que ignoró la luz roja; una estupidez, un tipo conduciendo borracho. Imaginar tragedias duele como si realmente sucedieran, así que no insisto. Sigo mirando a la pareja. La lentitud de sus movimientos sugiere resignación de la mala, después veinte años no podría ser de otra forma. Veinte años padeciendo aniversarios luctuosos, en lugar de celebrar cumpleaños. Veinte años yendo a la tumba de un hijo, en lugar de visitar a los nietos. Veinte años abriendo los ojos cada mañana solo para recordar que su pequeño no está y no volverá. Veinte años son demasiados años.
La muerte de un niño siempre será la más grande de las injusticias. Que un niño muera es una anomalía, es absurdo, aberrante. La prueba de que Dios no existe. Los niños no deberían morir. Mirando a los papás frente a la tumba, me entran ganas de llorar. «Si le pasara algo a Matías, no podría superarlo, no habría nada para mí después de eso» le dije a un buen amigo hace un par de años. Matías es mi hijo, tiene tres años, ríe mucho, baila y cuenta historias. No me canso de repetir que cuando nació entendí realmente lo que son el amor y el miedo. Será la edad, la paternidad o ambas cosas, pero desde entonces todo se siente con mucha más intensidad. El miedo post Matías tiene que ver con la muerte, más con la suya, pero también la mía. No concibo vivir más tiempo que él, pero tampoco quiero morir sin verlo feliz. Lugar común de papás, que los papás entenderán. Matías se quedó en casa, del otro lado del océano, a 12 horas de vuelo y más de 9 mil kilómetros de distancia. Nunca he estado tan lejos de él. Volé de Guadalajara a París sin ganas. Temiendo que el avión se cayera y morir sin volver a verlo, o que algo malo le pasara mientras yo estaba lejos. Así entendí lo que realmente significa la impotencia. «No pienses eso —me dije—. Matías va a vivir mucho, feliz, y estarás cerca el tiempo suficiente para verlo crecer». No tengo certeza ni de una ni otra, pero me aferro a la esperanza de que tendrá la misma buena suerte que me tocó, y a confiar en una amiga que ve cosas y asegura que un ángel enorme está protegiendo a mi hijo desde que nació. Ser papá obliga a creer en el azar y en lo divino.
«Se fue al cielo y se murió», dice Matías cuando le preguntan por su abuelita Carmelita. En realidad, era su bisabuela, mamá de mi mamá. Pensé que lo decía sin saber de qué se trata eso de ir al cielo, hasta que preguntó si nuestro perro Jonás, de doce años, se iba a ir al cielo. «Algún día, chaparrito.» «No, papá, no quiero que se muera, quiero que se quede», respondió. Tiempo después alguien le preguntó si él iría al cielo, no tenía que ver con la muerte, era otra cosa, aviones o superhéroes, no recuerdo. «No, yo no me voy a morir nunca —respondió enojado—. ¿Verdad que no me voy a morir nunca, papá?». «Más te vale, chaparrito», respondí. Ahora, cada que me subo a un avión siento un miedo irracional, sobre todo si despega sacudiéndose demasiado o con las turbulencias, cierro los ojos y en mi cabeza repito «en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo», sin santiguarme porque mi agnosticismo se asiente avergonzado. Me descubro creyente de closet. Me asusta morir, pero me angustia imaginar los ojitos de Matías si alguna vez Tania tiene que decirle que papá se fue al cielo y se murió.
Los niños no tendrían que morir ni tener que lidiar con la idea de la muerte.
Tania volvió. No le hablé de la tumba ni de los padres ni de la historia que me inventé. Tampoco me acerqué a ellos, no quise ofenderlos con la presencia de un par de turistas mirando la tumba de su hijo. Seguimos avanzando hasta llegar al cenotafio. Diego y Haydee ya nos esperan. De una bolsa de tela sacan una piña amarilla de corona muy verde. «Siento que le gustan las piñas. Las mencionó mucho en sus poemas. Además, es una fruta muy bonita, estéticamente bonita». Nos cuenta que lo enterraron en una tumba común y corriente porque murió siendo un poeta maldito, después lo reconocieron como gran escritor y le hicieron este cenotafio. Tiene sentido que haya sido enterrado sin honores un poeta «disoluto, adicto y provocador», que escribió una obra «innoble, repugnante y ofensiva», y que fue condenado por desacato a la moral pública. También se entiende la rectificación, una vez que el reconocimiento y la fama alcanzaron su obra. Lo que no parece verosímil es su gusto por las piñas. Leí, goglié y pregunté, pero no encontré una sola mención a esa fruta en sus textos. Mariana Enríquez escribió que las piñas son un símbolo del paraíso y que encontró algunas, entre murciélagos y gárgolas, en la capilla Luzuriaga en el cementerio municipal de Polloe, en San Sebastián. Fui tras esa pista y encontré que Baudelaire escribió Paraísos artificiales, un ensayo en el que describe la experiencia de los efectos del opio. Me pareció forzado buscar piñas en el paraíso. Seguí escudriñando y encontré que otros simbolismos y usos para la palabra piña. En época de reyes fue señal de riqueza, hoy de hospitalidad y, cuando está de cabeza, es la puerta de entrada al mundo swinger. En varios países de Sudamérica significa puñetazo. En Perú se usa para nombrar a personas con mala suerte. En El Salvador para referirse a los hombres homosexuales. En Cuba es la forma despectiva de referirse a las camarillas. Nada que sugiera una relación con Baudelaire. Sólo quedaba regresar al paraíso, pero no pude obviar que es un concepto católico y la piña una fruta de origen sudamericano, lo que significa que no llegó a otros continentes sino hasta el siglo XVI. Para entonces el paraíso tenía al menos mil seiscientos años de haberse inventado.
Cenotafio es un monumento fúnebre sin cadáver. El de Baudelaire mide tres metros de alto, quizá más —siempre he sido malo para calcular dimensiones—. Es una escuadra de mármol, o alguna piedra parecida, vista de frente. En lo alto, una figura reposa sobre un nicho. Se trata de un hombre de torso desnudo, con los hombros echados para adelante, tiene el rostro adusto, ceño fruncido y las manos sobre su barbilla. A lo largo del nicho está esculpida la calavera de un perro del que nacen dos alas que flanquean el monumento. Quizá sea murciélago y no un perro. Un hombre amortajado y con los ojos cerrados reposa sobre la losa. Al frente, un nombre: Baudelaire.
Diego deja la piña sobre la losa y nos marchamos.
Beauvoir y Sartre eran los siguientes en nuestra lista, pero una pareja de rusos tomándose fotos junto a una tumba llama la atención de Haydee. «¡Es Gainsbourg!», dice emocionada. Estábamos en el sepulcro de Serge Gainsbourg, músico y compositor francés que en fotos aparece despeinado, con barba descuidada, ojos entrecerrados, mirada perdonavidas y un cigarrillo entre los dedos. Su tumba está repleta de colillas —por razones obvias— y billetes de metro por «Le Poinçonneur des Lilas», canción sobre un aburrido perforador de boletos de metro que busca salir del agujero en que está. Ten cuidado con lo que deseas, dicen. Su oficio desapareció cuando la tecnología permitió los accesos automáticos.
Diego escuchó a Gainsbourg en el océano. Viajó casi 50 días a bordo de La Montaña, un pequeño barco en el que él y una camarógrafa registraron el día a día de los siete miembros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional que navegaron de Isla Mujeres hasta las costas de Galicia. Es el documental por el que lo invitaron a París. La tripulación formada por marineros alemanes, gallegos y un colombiano, escuchaba «La Javanaise» por las noches, canción en la que Gainsbourg narra la historia de un amor que duró lo que tarda en terminar una canción. Diego es un tipo de añoranzas y nostalgias, quizá por eso su película termina con esa balada. Sacó su cartera y de ella una estampa zapatista, lo pensó unos segundos y la guardó. «Mejor para Vallejo.» Sin otra forma de ofrecer nuestros respetos, Haydee pone «La Javanaise» en su celular. La escuchamos y seguimos nuestro camino.
Llegamos al sepulcro compartido de Simone y Jean Paul. Su lápida está decorada con corazones rojos, labios pintados y símbolos del género femenino. Jean Paul SARTRE, arriba. Simone DE BEAUVOIR, abajo. Imposición post mortem del patriarcado. Sobre la losa hay tres macetas con flores marchitas, piedritas y tarjetas de presentación de psicoanalistas. Diego saca una tarjeta suya y la deja junto a las demás ofrendas.
Continuamos en busca de Cortázar, pero en el camino nos encontramos con Marguerite Duras. Sobre su losa hay una pequeña cubeta de aluminio repleta de plumas y lápices; también hay varias macetas encima, una grande, justo frente a la lápida. Haydee deja un dulce y un cigarrillo de ofrenda.
Al fin Cortázar. Tiene por lápida la figura de un cronopio, la esculpió su amigo Julio Silva, que también ilustró la portada de la primera edición de Rayuela. La losa es blanca, elegante, tres nombres, Julio en medio, arriba Carol Dunlop, abajo Aurora Bernárdez. Los dos amores en la vida del escritor. Sobre la losa hay piedras, boletos de metro y racimos de flores secas.
Fuimos en busca de César Vallejo, encontramos su tumba con una bandera de Perú sobre la losa y una inscripción «J’ai tant neige pour que tu dormes» («He nevado tanto para que duermas»), firmada por Georgette, su esposa. Diego sacó nuevamente la estampa zapatista y esta vez sí la colocó sobre la losa. Confieso que no he leído a Vallejo ni a Duras, tampoco había escuchado a Gainsbourg. Leí algo de Sartre y poco de Beauvoir. De Cortázar casi todo, está en mi top cinco de escritores junto a Camus, Edith Wharton, Rubem Fonseca y Rafael Bernal.
Diego, Tania y Haydee se quedan con Vallejo, yo regreso a la avenida. Miro al bloque de tumbas de enfrente. Sonrío. Estoy nuevamente frente a la tumba que dio origen a mi historia en la que una pareja pierde a su hijo. Me acerco porque ya se han marchado. Sobre una lápida en forma de roca está un nombre, Alexandre Noël. Una fecha, 1976-2003. No era un niño, tenía 27 cuando murió. Me reconforté un poco porque 27 son bastantes años, los suficientes para considerar que se ha vivido. La pena por sus padres se mantiene. No importa la edad, un padre no debe sobrevivir a sus hijos. Tampoco era una foto la que estaba sobre la losa, son dos dibujos enmarcados. Uno es de un joven vestido con camisa blanca, el primer botón desabrochado, corbata floja y pantalón de vestir. Una mano dentro del bolsillo del pantalón, la otra sobre su estómago, con un cigarrillo de boquilla entre los dedos. Tiene los ojos entrecerrados y mirada a lo Gainsbourg. El otro dibujo es una chica hippie, pelo largo, banda en la frente, saco largo, playera, jeans con parches y Converse. ¿Los habrá hecho él? ¿Los habrá pintado alguien para él?
Me santigüé, esta vez sin pudor, frente a la tumba de Alexander Noël. «Por tus padres —dije—, se lo merecen».
Tecleo piña + muerte. Todos los resultados tienen que ver con el fallecimiento de Celso Piña, el mexicano que se convirtió en rey del acordeón y de la cumbia villera. Corrijo con piña + símbolo + muerte, y un montón de artículos de dudosa confiabilidad hablan de la relación de la piña con lo sagrado, la vida, la muerte, la consciencia, la conexión de los mundos material y espiritual.
Hay una escultura en forma de piña en el Vaticano, a la que los papas se acercan a meditar. También hay piñas en detalles de iglesias y catedrales de Alemania, Francia y Bélgica y en el Cementerio Judío de Praga —Mariana estuvo ahí y no habló de eso—. Hay una figura de piña en el bastón del Papa y otra en el tocado de Buda.
«Las piñas son un fruto perenne, y por tanto se vincula a la muerte y al ámbito funerario. A su vez todas esas escamas que forman la piña y que se entremezclan y superponen son una referencia a la superación, y a la superación de lo desconocido y ¿qué es lo desconocido? La muerte, por tanto, este símbolo se coloca en lugares relacionados con ella, como ocurre en esta sala, el Panteón de los reyes, es decir, el lugar de su enterramiento, la zona desde la que ascenderán al cielo y harán frente a la muerte», dice una página llamada Arte Medieval.
Encuentro una referencia que habla de la piña como símbolo de la vida eterna. «Las piñas (…) se utilizan para polinizar el Árbol de la Vida. Los paganos veneran los objetos de la naturaleza que representan la vida eterna, como el árbol de hoja perenne y sus piñas. La semilla de la piña da origen a árboles que a su vez sobreviven a los humanos cientos o miles de años. De esta forma, una semilla de pino puede representar la Fuente de la Juventud o la Fuente del Eterno. El hecho de que la piña también represente la iluminación espiritual brinda aún más apoyo a una vida eterna, porque es nuestra espiritualidad, nuestro cuerpo energético, nuestro yo superior lo que le da a cada una de nuestras almas el regalo de la vida eterna». Entonces me doy cuenta de mi error. Toda esta simbología mística no se refiere a la fruta, sino a la semilla de los pinos, ese cono de madera que se usa como adorno navideño. Seguro es el tipo de piña que vio Mariana Enríquez en San Sebastián, así que el paraíso queda definitivamente descartado.
La búsqueda de la relación de Baudelaire con la piña-fruta sigue estancada.
Al regresar a Guadalajara tecleé Alexander Noël + fecha de fallecimiento. No hubo resultados.
Nombre + cementerio de Montparnasse. Nada.
Nombre + dibujos + París. Encontré a un Alexandre Jean Noël, pintor del movimiento Rococó que murió en 1834.
Nombre + París. Apareció un Alexander Noël Charles Acloque, botánico y micólogo que murió en 1941, la cuenta de Facebook de un niño actor, un cirujano dentista en Doctolib, un músico en Apple Music —que tiene un solo disco, no disponible en mi región—, y una marca de zapatos.
Facebook nació en 2004, Twitter en 2006. El Alexander que buscó murió antes de que surgiera el mundo hiperconectado, así que no dejó rastro digital. Tecleé nombre + París + dibujos + cementerio + Montparnasse y encontré una foto de su tumba en Flickr. La imagen es de 2011 y sobre la losa hay dos dibujos enmarcados, diferentes a los que vi en mi visita. Uno tiene el mismo rostro del chico con corbata, pero en éste está sentado en una silla, con mirada perdonavidas, las manos juntas, los dedos entrelazados, camisa de manga corta, jeans y tenis rojos. Tiene escrita la leyenda «autoportrait». Alexandre fue dibujante. La otra ilustración es también él, pero con piel más oscura, sentado en posición de flor de loto, vestido de blanco, con un oso de peluche dibujado en el pecho y un collar de estrellas colgando de su cuello.
Sobre la losa, en un caballete pequeño, está una hoja con un poema escrito. La hoja tiene pegados varios stickers, una guitarra, un balón, una playera, notas musicales, un par de aviones. Algo de niño tendría Alexander al morir.
J’ai tellement rêvé lámour
Que finalement
Je ne l’ai pas vécu.
J’ai si souvent imaginé
Mon idéal
Qu’il n’est pas venu.
Je ne l’ai pas rencontré
Je ne l’ai pas connu
Je n’y crois plus
Je ne saurais jamais
S’il a existé.
Mais peut-être la mort
Nous réserve encore des rencontres
Q’en penses-tu?
(«Tanto soñé con el amor / Que al final / Nunca lo viví. / Tanto imaginé / A mi ideal / Que él nunca llegó. / No lo encontré / No lo conocí / Ya no creo más / Nunca sabré / Si él existió. / Pero es posible que la muerte / Nos depare aún encuentros / ¿Qué piensas tú?»)
No encontré mucho más en la red. Supe su nombre, cuándo nació, cuándo murió, que dibujaba, que sus padres lo siguen visitando, que ellos, o alguien más que lo quiere, cambia los dibujos cada tanto, que si no fue poeta, alguien escribió un poema para él, que lo puso sobre su losa en algún momento del 2011, pero que no estaba más ahí cuando encontré su tumba en 2023.
Sonreí porque veinte años después de su muerte aún hay personas que lo recuerdan, lo quieren y lo visitan de tanto en tanto.
Epílogo
Como si se tratará de magia negra —aunque pudo ser el azar—, antes de viajar a París compré un libro para leer durante el viaje de 12 horas desde Guadalajara a París: Nuestra parte de la noche, una novela de Mariana Enríquez. Fue como si una fuerza sobrenatural me preparara para sus crónicas necro. Alguien camina sobre tu tumba es el libro que encontré en mi búsqueda de información sobre el cementerio de Montparnasse. Ahí escribe sobre las tumbas con cruces chuecas de Isla Martín García, de la milagrosa escultura del indio desconocido en Punta Arenas, del saquito con tierra del castillo de Drácula que le obsequiaron en San Sebastián, de la tarde que hizo el amor, sobre una tumba, con un violinista inglés en Staglieno, de las sesiones espiritistas de Georgette Vallejo para hablar una vez más con César, del cadáver perdido del hijo de Mary Shelley en Bonaventure Cemetery, de la avenida Egipcia en Highgate, de los vampiros de Manchester y, por supuesto, de François, el hueso que adoptó en la Catacumbas de París.
No fue la única coincidencia. Mariana hizo el mismo recorrido fúnebre que mi grupo: Serge Gainsbourg, Julio Cortázar, César Vallejo, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Ella visitó a Maupassant, nosotros a Baudelaire. Sólo realizó una visita más que nosotros, Jean Seberg, de la que cuenta se mató en su auto después de ocho intentos de suicidio y que fue amante de Carlos Fuentes —dato que en esta época quizá no sería políticamente correcto—. En honor a la verdad, ella sabía más de nuestros muertos que yo. Sabía mucho más de Gainsbourg, de su vida, sus conquistas y sus excesos seniles. De Vallejo sabía de sus traslados post mortem y de la defensa a ultranza que hizo Georgette para que sus restos no se movieran de París. No se detuvo tanto en Sartre y Beauvoir, ahí es un empate. Su único error está en Cortázar, en su deseo de que, en una imaginaria repatriación a la Argentina, su tumba no tenga un cronopio, que en realidad ya existe en su sepulcro parisino.
Sus crónicas están muy bien cuidadas, trabajadas con oficio y mucho amor. Es una profesional de los cementerios —no panteones, aclara cuando cuestiona la costumbre tapatía de llamarle panteón al cementerio de Belén, en Guadalajara—, y se nota en sus textos. Leerla me ayudó a escribir esta crónica y me dio la única referencia a la improbable relación de Baudelaire con las piñas, aunque hablábamos piñas distintas.
La búsqueda de la piña-fruta en la obra de Baudelaire, terminó con una breve conversación.
—Diego, releí Las flores del mal, busqué en internet y no encuentro una sola mención de la palabra piña en los textos de Baudelaire.
—¿No? Ya te metí en un problema, eso me gusta —respondió—. Estoy seguro de que lo leí en alguno de sus poemas. Pero si no, no importa, la piña es una fruta muy bonita. Yo creo que le gustó.
ÁSS