Primera (o última) secuencia
Pasaron por ellos en unos autobuses especiales que tenían las ventanas protegidas con rejas exteriores. En la única puerta, sobre el escabel de acceso, un policía de espaldas expansivas, pistola y garrote largos como un bastón, parecía electrocutar con la mirada (y con su casco antimotín) a los escasos transeúntes y automovilistas que osaban por accidente atravesarse en la ruta predeterminada por el Alto Poder. Antes de hacerlos subir al vehículo, los habían obligado a desvestirse ahí mismo, en la sala de la casa, para que después pudieran cubrirse los cuerpos desnudos con el mono naranja que los distinguiría de otros peligrosos transgresores de la ley. Él era un hombre maduro, calvo, de baja estatura y piel frágil y emblanquecida como la cera. En sus ojos profundos se debatía la incredulidad de un temor, y una vez que fue esposado y subido al autobús, el resto de los pasajeros, también maniatados y con monos naranja, pudo observar un tic nervioso debajo de las abundantes cejas, cierta renquera sutil que volvía aún más grande el grosor de sus caderas un tanto femeninas. En cambio ella era casi una cabeza más alta que él, rubia, muy delgada. Rondaba la mitad de los cuarenta. Pese a que la coloración de su tez le confería cierto aspecto de nostalgia solar, sus huesos grandes y elegantes desmentían esta primera impresión de languidez y realzaban, en conjunto, una figura bastante saludable. Alrededor de sus pupilas, sin embargo, había quedado inscrita la tonalidad roja de una noche y una mañana de exaltación, y en el momento mismo que los forzaban a ponerse encima esos trajes estigmatizadores, la angustia largamente comprimida se resquebrajó con violencia entre los párpados. Todo, se dijo, había sido una engañifa, un embuste despiadado.
Los llevaron por la calle más populosa del centro de Urbarat. Era día de muertos y la gente en las aceras, como podía observarse desde el interior del autobús, a través de la cuadrícula metálica que enmarcaba los vidrios, improvisaba altares que iba embelleciendo con papel picado y flores de cempasúchil. En esa fecha, los fieles difuntos subirían y bajarían de donde fuera que ahora tuviesen establecida su residencia, dispuestos a ingerir las ofrendas fantasmagóricas con el feroz apetito de un simple mortal. Algunos viandantes interrumpían el trabajo de poner sobre las tablas de aquellos santuarios callejeros, los platillos y manjares que más habían disfrutado en vida los hoy invocados, y entonces levantaban la frente para contemplar, en una mezcla de curiosidad y repulsión, el siniestro transcurrir de los autobuses gubernamentales.
Al detenerse pudieron confirmar lo que ya venían sospechando a lo largo del camino. No los habían llevado a una de las grandes superficies comerciales de la ciudad, como les habían prometido cínicamente, sino al patio oculto entre los tabiques y el cemento de la sobrecogedora mole del palacio del Líder. Por dentro, el edificio cúbico parecía poseer unas cualidades de armatoste superiores incluso a las de la fachada. Percepción que duró sólo un instante, ya que de inmediato, los ojos vendados, la diminuta y gélida boca de un rifle palpitando en la espalda, los obligaron a recorrer corredores que desembocaban en pasadizos solitarios donde las paredes, amplificándola en un eco tristemente premonitorio, devolvían la más mínima señal de movimiento o vida. Contra lo que cabría suponer, no les dieron la orden de bajar por los temidos escalones; al contrario, los condujeron escaleras arriba, hacia una extraña galería que, pudieron advertir, una vez que les quitaron las telas de los rostros, desplegaba un largo pasillo hacia la izquierda, mientras que en el extremo opuesto, detrás de un complicado montaje de detectores de metal, dispositivos de rayos infrarrojos y monitores, se alzaba una enorme bóveda. En los muros, organizadas en distintos niveles semicirculares ascendentes, trepaban unas estanterías repletas de libros, que sólo cesaban en su escalada al toparse con los frescos revolucionarios, con toda seguridad los más feos que se hayan pintado nunca. Aquel techo policromo y abigarrado (los delincuentes, las muñecas atrapadas cerca de la cintura con un hilo de metal, las vestimentas como el desprendimiento de un gajo luminoso que hubiera caído desde la cúpula, miraban hacia arriba con el semblante de sus distintas edades completamente demudado); aquel popurrí mural hinchado de hoces, manos morenas y bestias de carga añadía a la sensación general de miedo un elemento extra indefinible que hacía presagiar los peores tormentos. Alguien les mandó, abruptamente, que humillaran la cabeza. Los hicieron desfilar por la izquierda del pasillo; al final había una ramificación de cubículos, adonde fueron ingresando, uno a uno, por separado, después de escuchar sus nombres en una lista (negra, naturalmente), esos hombres y mujeres que, por sus actos, se habían ganado a pulso sus atuendos escarnecedores.
Poco tiempo después, los sacaron de las celdas con muy malos modales (con gases lacrimógenos, en realidad). A continuación, recibieron la orden de alinearse, entre toses y sollozos, en una fila vertical, justo encima de una especie de correa recubierta de plástico negro, mellada, que gracias a la acción de un extraño mecanismo se elevó vibrando desde el suelo, hasta incrustarse dolorosamente en medio de las piernas. Una denigrante caminata en compás sincronizado, las testuces doblegadas, la piel de las articulaciones despellejándose por la fricción dentro de las pulseras de acero, los transportó al otro costado de la galería. En la antesala de la bóveda, frente a los dispositivos de seguridad, fueron conminados a detenerse. La cinta corrediza hizo lo propio: abandonó lentamente la oquedad de las carnes blandas, sacudiéndose pero sin desplazarse hacia el frente (lo que provocaba en el cuerpo una molestia todavía más punzante), hasta aterrizar en el hueco longitudinal del enorme carril amarillo que atravesaba de punta a punta la superficie de todo el recinto.
Les dejaron libres las manos y, al cabo de unos minutos de angustioso silencio, fueron sometidos al escrutinio de las máquinas de control y registro dactilar; después, uno tras otro, pasaban a un mostrador, largo como una trinchera en el aire, detrás del cual se parapetaba un hombre viejo que parecía tener muy malas pulgas. Miraba con reconcentrada atención el rectángulo fluorescente de una computadora. La ristra de anaranjados cautivos que se amontonaban temerosos a unos cuantos metros mientras esperaban su turno, apenas si le mereció un fruncimiento de sus cejas tubulares, estampadas en la afilada morenez de su rostro como dos gusanos peludos proyectados contra un triángulo invertido del oscuro firmamento; detrás de los poderosos cristales de sus quevedos, la húmeda decoloración de las pupilas inusualmente dilatadas, casi de muerto, delataba (de una manera ambigua pero indudable) un pasado de estremecedoras crueldades juveniles. Al sentir la sombra del detenido a quien le correspondía acercarse, exhalaba un suspiro de fastidio, apartaba la mirada del ordenador y la dirigía hacia la colorida heterogeneidad del cielo raso, como si en ese caos de motivos patrióticos pudiera abrirse un resquicio hacia la alegría imposible. Cuando la penumbra que antecede a la presencia total de la carne se había convertido en respiración, a veces patéticamente agitada y otras casi inexistente, pero en cualquier caso tangible; cuando percibía en ese hombre o mujer locamente asustado, de pie frente a él, la necesidad psicológica y orgánica de que les ayudara a entender, de que les explicara de alguna manera su situación, entonces él se regodeaba en dilatar unos segundos, con evidente sadismo, la inexorable representación de su papel. Después, se limitaba a preguntar:
—¿Ha seleccionado ya su libro?
Se levantaba del taburete, aporreaba un poco el teclado a la par que los huesos le crujían, y luego, con absoluta parsimonia, movía de aquí para allá, apoyándola en los estantes, una escalera muy grande provista de ruedecillas. Volvía silbando, con el material requerido (u otro de su elección, si no lo había podido encontrar) atenazado entre los fibrosos pergaminos de sus dedos.
—Tenga. El siguiente, por favor.
Es su turno y ella, llorosa, balbuciente, es incapaz de hilar una frase. Dos guardias la agarran de los brazos y la devuelven, más allá de los aparatos detectores, a la fila de prisioneros que comienza a rehacerse. Su marido, en cambio, al ser interrogado acerca de sus preferencias literarias, consigue, si bien con un vestigio prehistórico de voz animal, la gloria efímera de una respuesta:
—Desayuno en Tiffany´s.
—Buena elección –dice el bibliotecario, frunciendo con ironía el ceño y quebrantando su mutismo de carcamal. El odio incomprensible de su mirada ocupa ahora absolutamente, como una fina lluvia de agujas, el compacto espacio visual que separa a los dos hombres. Apenas un par de segundos y esas dos sencillas palabras restallan en la cabeza, resuenan como cañones en la densidad silenciosa de la atmósfera, repentinamente cargadas de un peso semántico aterrador.
El último reo se reincorpora a la hilera. Otra vez la filosa cinta que se levanta del piso en un despliegue de frenéticas sacudidas, buscando su botín de piraña entre los mórbidos resquicios de las extremidades superiores. De nuevo la marcha lastimosa, esta vez de retorno, casi idéntica a la del viaje inicial, a no ser por el libro que cada integrante de la fila (salvo ella) lleva en la mano. Al llegar al punto donde desembocan las diminutas recámaras, la columna se deshace. Uno por uno, los elementos antisociales son introducidos en sus respectivos compartimentos carcelarios. Allí, dos situaciones novedosas. Una mueve a la esperanza: los extractores de aire han eliminado el gas lacrimógeno, lo que permite, por lo menos, que en esa pocilga se pueda respirar. La otra novedad no fomenta tanto el entusiasmo. Hay en cada celda un señor con sotana, que lleva un crucifijo portentoso colgado en el pecho. Otra persona, vestida de civil, tiene la cabeza cubierta con un capirote. El Líder, en un gesto que pone al descubierto su inconmensurable bondad, ha decidido ser condescendiente con los justiciables, adelantándose a interpretar lo que, sin duda, sería su voluntad postrera. A partir de este momento, dice el encapirotado, extrayendo de su bolsillo un cronómetro y arrimando a la pared una silla donde poder sentarse, disponen de ocho horas para leer por última vez su libro favorito.
A diferencia de lo que ocurrió en el país del bombero Montag, donde muchos consiguieron convertirse en bibliotecas humanas para transmitir al futuro lo que alguna vez estuvo encerrado entre cubiertas, cuentan que en Urbarat nadie pudo concentrarse ni dar lectura a los textos en esas ocho horas, memorizar nada.
Altas razones de estado
Igual que en los peores vaticinios de Bradbury, el gobierno de Urbarat decretó el decomiso de todos aquellos materiales escritos que, de algún modo u otro, obligasen a ejercitar lo que antigua y pomposamente se había dado en denominar “las potencias del espíritu”. Ni la inteligencia ni las extravagancias interpretativas ni —mucho menos— la imaginación debían encaminarse ya hacia la obsolescencia de una actividad evidentemente absurda. Las imágenes y la información indiscriminada habían sentado sus reales en la vitalidad del presente del hombre; se habían impuesto de una manera tan eficaz y apabullante sobre cualquier otra forma de comunicación y entendimiento que persistir en actitudes socialmente estériles, como la lectura de textos literarios, constituía, además de una necedad intolerable (“una holgazanería soberbia y estúpida”), un retroceso histórico en la marcha de la civilización que, por fuerza, habría de repercutir, menoscabándola, en la productividad supersupranacional. Un gesto incomprensible. Era como malgastar la vida en el empeño de dibujar, con la ayuda de una miserable rama, un rostro perfecto en la arena, cuando cualquier programa informático (motivo por el cual el óleo y el lienzo han pasado a ser antigüedades de museo) podía resolver la cuestión en menos de cinco minutos. Aunque también era cierto que algunos materiales documentales, por la simplificación encomiable de su estructura, por la ligereza plausible de su desarrollo, se equiparaban sin problema alguno a las imágenes, a las ráfagas informativas escuetas y de fácil digestión. El gobierno de Urbarat en ningún caso prohibiría la difusión de este tipo de literatura, todo lo contrario. Por eso mismo se decretaba también su oficialización en todos los centros de enseñanza superior, y se mandaba asimismo instituir la Comisión Nacional de Control de Contenidos Visuales.
El funcionario que leía en el telediario el precepto gubernamental (cuya íntegra versión podía consultarse desde días atrás en la correspondiente página web) dejó deslizar al final de su intervención, a través del ronroneo nasal de un bigote entrecano, escandalosamente tupido, un dato en apariencia trivial: una vez que entrara en vigor la nueva disposición (lo que equivalía a decir que a partir de ese mismo momento, pues la norma de publicar las leyes y todo tipo de resoluciones en el diario oficial había sido sustituida por la práctica de anunciarlas por la tele), quienes no entregaran o destruyeran voluntariamente la bibliografía perniciosa que hubiese en su poder, incurrirían en un delito de lesa majestad que sería castigado con las penas corporales y privativas de libertad previstas en el nuevo código punitivo, ordenamiento cuya redacción, por cierto, estaba por encomendarse a una comisión de expertos.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó mi esposa mientras contemplábamos, al borde de una crisis de pasmo, las estanterías colmadas de libros.
—¡Bah! —respondí—. Seguramente el asunto no será tan serio como parece.
Terminamos de cenar en silencio, el robot levantó la mesa y la gigantesca pantalla parlante (instalada en todos los hogares por orden expresa del Líder) nos dio las buenas noches. Al vernos salir de la pieza principal y entrar en nuestra habitación, se produjo un chisporroteo magnético en su superficie, y quedó en reposo, lista para encenderse al menor amago que nosotros hiciésemos de volver a la sala. Ya en el cuarto, mi esposa y yo nos abrazamos, ateridos de un frío que no venía de fuera; aunque no queríamos confesarlo, la zozobra y la angustia se habían adherido como moho a las murallas interiores y comunes de nuestro universo particular. Ella hizo girar un dispositivo engarzado en la cabecera de la cama. Al instante, las paredes se recubrieron con la luz mortecina del mar del crepúsculo. En el yeso se dibujaron las crestas suaves de las olas. Al sonoro, continuo vaivén del agua, fuimos abandonando poco a poco la vigilia, las pieles se separaron en medio de una corriente de tibieza, las respiraciones comenzaron a sumergirse en el ritmo uterino de la profundidad. Indefensos dentro de ese envoltorio de relajante naturaleza de artificio, durante algunas horas conseguimos olvidar que había un Líder, que el destino había sido cruel al utilizar un hierro candente para marcarnos sin remedio como ciudadanos de Urbarat. Que, en fin, un funcionario insignificante con un bigote espantoso había borrado de golpe todo aquello a lo que habíamos consagrado nuestras existencias.
Me gustaría decir que nosotros corrimos una suerte parecida a la de los lectores subrepticios en Fahrenheit, pero por desgracia ni entre la emisión nocturna del fatídico anuncio gubernamental y la mañana siguiente del día de muertos, ni entre la callada e intranquila sobremesa del desayuno y la noticia asombrosa de que nosotros mismos habíamos firmado nuestras renuncias (los papeles, las falsas rúbricas estampadas al pie, salieron escupidos desde la ranura de fax de la pantalla), obró el tiempo suficiente para pensar siquiera en la posibilidad de esconder los libros. Con la boca abierta, leíamos esas dos cartas de dimisión que ni en las veladas de mayor embriaguez hubiéramos sido capaces de idear. Habíamos decidido —estaba escrito en un párrafo escueto plagado de faltas de ortografía— desertar de la universidad y, por consiguiente, de las cátedras de literatura impartidas, hasta el día de ayer, por mi mujer y yo. Todo esto constituía, de nuestra parte, una clara señal de que “los analfabetos de la Era Tecnológica” reconocíamos nuestras carencias y limitaciones mostrando, no obstante, la disposición de ánimo y la sintonía social necesarias para aprender los rudimentos de la “tele globalización de las aldeas, la red de comunicaciones masivas, el progreso y la felicidad”. A renglón seguido nos comprometíamos a mantener informada a la autoridad de cualquier actividad lícita que en el futuro quisiéramos desempeñar. Se nos prohibía tajantemente mudarnos de casa o viajar. El telefax disparó enseguida un pliego adjunto: el gobierno sabía agradecer a los súbditos disciplinados sus esfuerzos en pro del desarrollo. Como recompensa a nuestro sentido común, a nuestra capacidad de autocrítica y a nuestro saber retirarse a la ora presisa, habíamos sido beneficiados con la asignación de otras pantallas gigantes que serían instaladas de forma gratuita en el resto de las habitaciones.
Después de lavar la vajilla, el robot se había puesto a trajinar por toda la casa. Producía un zumbido que, como una sierra, abría surcos en la epidermis aflorada de nuestros nervios. Le habíamos tomado cierto cariño al inanimado sirviente. A diferencia de sus congéneres de las fábulas de la ficción científica, apenas contaba con una pequeña pieza (el chip) incorporada a su estructura, siendo su diseño general no el de los ensamblajes de acero inoxidable, sino el de una planta montada en su maceta, con ramas robustas incorporadas al tallo, lo que le permitía realizar funciones prensiles, y un mecanismo de movimiento bastante sencillo: cuatro hileras de diminutos neumáticos paralelos encajadas en la base inferior. Cuando alguien tocaba el timbre insonoro de la puerta, el robot emitía un ruido chirriante y luego anunciaba la visita, haciendo una somera descripción de sus rasgos físicos.
—Es un hombre de baja estatura —exclamó con un lamento de hongo el autómata vegetal—. No podría precisar qué es exactamente lo que lleva entre la nariz y los labios, pero parece un zorrillo muerto. Lo acompañan al menos veinte hombres de complexión robusta.
Abrimos la puerta y el portavoz gubernamental que había leído el decreto televisado la noche anterior nos concedió el extraño privilegio de permitirnos seguirles el rastro, en nuestra propia casa, a él y a sus acompañantes. El frenético despliegue de una actividad invasora. Mientras unos se afanaban en vaciar ruidosamente todas las estanterías, otros confeccionaban inventarios minuciosos; otros más metían los volúmenes en unos sacos de lona, por lo visto muy resistentes, y los cargaban a toda prisa en una furgoneta estacionada en la calle. El resto había desenfundado unos desarmadores relucientes, unas tenazas incisivas, unos cables multicolor. Hombres musculosos iban de aquí para allá con las herramientas, practicaban hoyos imposibles en el suelo y las paredes, encendían y apagaban en nuestro cuarto el dispositivo del océano, burlándose de lo anticuado y cursi que era; fumaban sin consideración alguna, tiraban las colillas encima de las hojas de nuestro robot (que se había puesto a chillar y revolotear histérico), entraban y salían del servicio sin tirar de la cadena, se carcajeaban y escupían en la alfombra. Al final, enlazaron entre sí las hirsutas pelambres de cobre, revistiéndolas con plásticos aislantes, hasta concluir artísticamente la obra. Una pequeña pantalla había quedado instalada en el baño; otra en la cocina, una descomunal en el techo de nuestra recámara.
Si a los ciudadanos objeto de las recientes expropiaciones bibliográficas no les ha sido fácil (ya se sabe que a la erradicación del vicio sigue siempre un periodo de ansiedad y descontrol) vivir sin la compañía simbólica ni, por supuesto, la materialidad en papel de sus autores predilectos, al gobierno de Urbarat le ha resultado inesperadamente difícil almacenar montañas y montañas de hojas impresas en caracteres negros. En un principio se había estimado conveniente agrupar los volúmenes conforme al sencillo criterio de una criba que tuviese en cuenta sólo el tamaño similar de las tapas. El tema, el género, el idioma importaban poco cuando de lo que se trataba era de confederar las fuerzas del bien común y la civilización para dirigirlas al aniquilamiento masivo de la debilidad poética, de toda molicie prosística, de cualesquiera de las farragosas y múltiples manifestaciones del ensayo. De esta manera, los ejemplares se separarían en distintas pilas, según su longitud y anchura, y un equipo de incineradores profesionales los irían introduciendo, poco a poco, con unas palas ignífugas, en unos hornos monstruosos mandado a construir expresamente para transformar la composición arbórea originaria de unos seres por completo estorbosos e inútiles en una fuente de energía calorífera aprovechable en los distintos sectores de la industria. Pero a los pocos meses de las primeras acciones emprendidas por el gobierno, se produjeron dos situaciones que daban al traste con la política cultural impulsada con entero entusiasmo desde las cúpulas soberanas. Por una parte, conseguir un permanente grado de temperatura en los fogones demandaba una serie de operaciones de mantenimiento cuyo coste desbordaba, con creces, al presupuesto que ese año el Ministerio de Educación tenía asignado para propagar los descomunales focos ígneos por todo el territorio. Por otra, la plaga del “devaneo y onanismo lector” que se pretendía suprimir, había demostrado ser mucho más persistente de lo que se creía, y la cantidad de material recaudado excedió por mucho los cálculos y previsiones más concienzudos. Motivo por el cual fue necesario habilitar como bodegas, con carácter extraordinario y urgente, oficinas públicas, locales privados y centros comerciales. Al gasto de por sí impagable de los hornos (cuyo funcionamiento tuvo que ser finalmente suspendido), se sumaban ahora las erogaciones por concepto de recogida y transporte, en todo tipo de camión, de los libros perniciosos, lo que obligó además a la compra de otros vehículos cuyos depósitos pudiesen ir cargados, como antes, de agua potable y gas. Es cierto que se incrementó la vigilancia, no fuera a ocurrir que algún terrorista aprovechara cualquier despiste para introducirse en los almacenes con la intención de robar o (peor) leer un poema, y también es verdad que el descontento social pudo evitarse gracias a un cupón que permitía a los antiguos dueños de los edificios expropiados asistir a los partidos de la temporada de fútbol y participar en los concursos de la tele. Muchos de los sitios que ahora albergaban por equivocación un cúmulo insospechado de obras, habían sido en su origen tiendas de libros. No era improbable, por lo tanto, que alguno de los volúmenes que yacían desperdigados desordenadamente por el suelo hubiera estado antes en los hoy desaparecidos anaqueles de los muros. Por si fuera poco, a los oídos de los orquestadores de la campaña de expurgación libresca había llegado la noticia de que los ex lectores, con inexplicable temeridad, comenzaban a organizarse en células subversivas. Así, en el contexto de estas caóticas circunstancias, los planes del gobierno, sin duda alguna plausibles (no hay nada más peligroso, como ha dicho alguien con toda razón, que pensar que la vida puede parecerse a una novela), puestos en marcha hace ya casi un año, se han complicado preocupantemente. Y algo habrá que hacer para remediarlo.
Las televisiones, cada una equipada con una micro cámara que transmite nuestros movimientos desde el interior de la casa al cuartel central de la policía, han conseguido acorralarnos con un sistema de vigilancia panóptica. Aunque en teoría están diseñadas para encenderse y apagarse alternativamente cada vez que nosotros entramos a o salimos de alguno de los aposentos, un fallo técnico irreparable ha provocado que los monitores funcionen al unísono, bombardeándonos con publicidad, certámenes absurdos y esas charlas tenebrosas de las que sólo son capaces las máquinas. El volumen es algo que no podemos controlar. Depende del “humor” de la pantalla, esto es, de una serie de circunstancias imprevisibles como la temperatura ambiente, la humedad, la densidad del aire o el desgaste calorífico de nuestros cuerpos. Además, en ocasiones sufren “crisis de melancolía”, y entonces empiezan a parlotear entre sí, se quejan de su condición inanimada de aparatos receptores, aúllan, gritan, nos insultan y más tarde nos piden perdón, fingen insoportables llantos de ondas hertzianas.
El jardín, por lo tanto, se ha convertido en la única vía de escape, el único espacio donde es posible huir momentáneamente del ruidoso juego de luces y sombras de los televisores. Siempre que se presenta la ocasión, nos refugiamos en su ámbito (el robot suele acompañarnos), aunque al cabo de unos minutos nuestra fugaz serenidad es sacudida por las amenazas y voces de alerta de las máquinas encolerizadas, que mueren de celos si no se les presta la debida atención. Pero los intervalos preciosos en los que hemos conseguido sustraernos a la tiranía catódica, cuando no los hemos empleado para deshojar una breve siesta, los hemos aprovechado para hacer acopio de mercancías prohibidas.
Mi esposa, no sé por qué medios, ha establecido contacto con uno de esos contrabandistas enemigos del bien común tan detestados por el Líder. Cada semana, desde el jardín, escuchamos el motor grave y remoto de una motocicleta que comienza a acercarse. Un libro cualquiera vuela sobre la tapia, cayendo al césped como un pájaro de tripas blancas. Un lanzamiento de brazo sigue a continuación la parábola inversa, y en la calle aterriza un pequeño sobre que contiene parte del sueldo que nos pagan por mirar todo el día la televisión. La moto tose, escupe humos. Un suspiro de acero sale disparado de nuestro campo auditivo. Entonces, si ese día hay suerte y los sensores de las pantallas no han detectado aún la ausencia total de nuestro calor, podemos dedicar un cuarto de hora al dudoso placer de una atropellada hojeada compartida.
Poco hay que añadir a lo hasta aquí relatado. El sufrimiento abstracto que presentimos para el futuro aquel día de muertos en que contemplábamos totalmente descorazonados las paredes saqueadas, ha ido adquiriendo con el paso de los meses (mañana hará de eso un año exactamente) los rasgos abominables de una imagen que no deja de repetirse en los fosforescentes recuadros enloquecedores: el portavoz, con sus ojillos de zarigüeya, instando a la gente de bien a denunciar a cualquier persona cuya conducta haga temer la persistencia de algún atavismo criminal; el portavoz, ahora en un mutis, contrayendo hacia los dientes el trazo amargo de sus labios entreabiertos, que más que moverse parecen diluirse bajo el bigotudo rumiar de una brocha de cerdas grises y oscuras; el portavoz, que ha aprovechado la pausa publicitaria para preparar alguna nueva y delirante intervención, vanagloriándose de quién sabe qué despropósitos concernientes al Líder, a su humilde servidor (es decir, al portavoz) y al destino manifiesto y grandeza de Urbarat. Hay un problema con la señal: las pantallas reciben ahora una borrasca de puntos imantados, gruesas franjas de vertical policromía. Se restablece la conexión con el plató. Resurge la imagen calamitosa de nuestra pesadilla cotidiana. El hombrecillo (lo hemos visto en persona y no supera el metro y medio de estatura) se atusa el monstruoso apéndice nasal, constituido por ramas y nieve. Tose. Lanza un par de miradas escurridizas, probablemente a la realizadora, sólo para cerciorarse de que el programa sigue siendo en vivo y en directo. “Bien”, dice, en un desgarramiento de trino que parece broma.
La perorata televisiva ha dado un vuelco insólito. A casi un año de haber emitido el decreto, el Líder, en cuyo nombre habla el portavoz, ha decidido celebrar el día de muertos de mañana con distintos actos conmemorativos y haciendo una concesión extraordinaria a los antiguos lectores de materiales prohibidos que hayan observado buena conducta (en este punto, mi esposa y yo echamos un rápido vistazo, a través de la puerta corrediza, a los volúmenes que hemos ido apilando furtivamente allá afuera, contra la tapia; nos preguntamos con la mirada, aterrorizados, si el robot no tendrá alguna cámara oculta entre los tallos). Lo anterior, se nos comunica, no tiene más objeto que sacar a relucir la enorme bondad de nuestro jefe nato. Quienes hayan sido beneficiados con la medida podrán dar relectura, por una sola y última vez, a su libro predilecto. Las autoridades se encargarán de todos los detalles. Nos dan las buenas noches, ponen el himno nacional y nos invitan a escoger, desde la comodidad de nuestros hogares, alguna de las ciento noventa y cinco películas de acción que proyectarán en breves instantes. Pese a la súbita explosión electromagnética de las paredes, que de pronto parecen venírsenos encima, somos incapaces de reprimir una sonrisa escuálida, delatora de nuestro creciente optimismo.
ÁSS