Para un grupo pequeño, pero original, de poetas mexicanos, nacidos entre 1940 y 1965, no fue un obstáculo la presencia de Octavio Paz. En México no había —no hay— un temor de Paz, como en Argentina probablemente sí hubo —sí hay— un temor de Borges, según la expresión humorística de José María Espinasa. El autor de Piedra de Sol propiciaba la comprensión de la importancia de la poesía en el mundo contemporáneo —ninguna por su falta de valor económico y, a la vez, la más alta por su peso espiritual—. La acción poética en su pensamiento exigía la conciencia de que la modernidad estética entrañaba la asunción crítica (confrontación entre sentir y saber) de todo acto creativo. En estas condiciones, Paz discutió con los jóvenes, pero no los negó ni los ignoró y a muchos los impulsó. Entre los más jóvenes de hace más de treinta años destacaban Aurelio Asiain, Luis Ignacio Helguera y, el mucho mejor conocido hoy, Samuel Noyola.
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El poeta regiomontano, que no sólo estaba orgulloso de sus maneras norteñas sino que las exhibía con desplantes sarcásticos e infantiles, fue aceptado muy rápidamente en las actividades literarias del ambiente intelectual de Ciudad de México. Entre otras destacan su participación en el Festival Internacional de Poesía de la Ciudad de México (1987), al lado de poetas de gran relieve internacional y organizado por Homero Aridjis; la edición en Editorial Vuelta de Tequila con calavera (1993); la reedición del mismo libro en Ediciones La Centena (2004), difundido a nivel nacional; y la traducción del libro The Very Short Stories (1995) del poeta brasileño Horacio Costa. Más tarde, colaboró en Letras Libres y, un año o dos antes de su desaparición, fue incluida una selección de sus poemas en la antología Tigre la sed (2006), publicada por la editorial española Hiperión.
Samuel Noyola nunca fue propiamente rechazado. Los escritores inteligentes reconocían su talento y singularidad. Sin embargo, conforme caía en la adicción y su lado “salvaje” violentaba a sus compañeros y amigos, inició un proceso de aislamiento y vida vagabunda. Todos trataron de ayudarlo. Su familia nunca le cerró las puertas. Sus amigos lo auxiliaron. Y un abogado prominente, Gonzalo Aguilar Zínser, lo sacó de la cárcel. Prisionero de la vida sonámbula quiso cambiar, pero no lo logró. Como todo poeta disfrutaba el juego. La poesía era un juego. La bebida también. Pero no supo comprender que había otras diversiones y que los poetas crean actos, nuevos o viejos, para sobrevivir.
Vaquero del mediodía es una narración con momentos apreciables por la capacidad de mostrar instantes únicos y extraños de la vida atroz de la ciudad. Sin embargo, el film como retrato de Samuel Noyola es fingido y no dice la verdad. La existencia de Samuel (su peregrinaje y sus errores) no era contestataria. Era el hueco que todos llevamos dentro y que él no pudo colmar sino con alcohol. Tomar a la fuerza a los pobres teporochos, como testigos de su vida, es un flaco favor aprovechado.
AQ