Viejas costumbres | Un cuento de Luis Enrique García

Ficción

Los protagonistas de las últimas horas de la noche desfilan en este relato de 'Ciudad nocturna'.

Portada de 'Ciudad nocturna', de Luis Enrique García. (MamboRock)
Laberinto
Ciudad de México /

'Ciudad nocturna' es uno de los libros representativos de la literatura del noroeste de México aparecerá en breve en el sello MamboRock. Publicado por primera vez en 1988 por la Universidad de Sonora, esta obra cobró trascendencia por la unidad temática, por descorrer el velo de la vida nocturna en una ciudad que no se atrevía a despertar del implacable sueño de la mojigatería. Con el desdoblamiento de historias de cabaret, con la construcción de personajes que se describen desde su propio lenguaje, este libro trasciende el tiempo y se consagra como una obra paradigmática de la narrativa sonorense. Con autorización del autor publicamos el siguiente cuento.

Zoilo se para detrás de las últimas mesas, el barman le envía un vodka tónic y eso quiere decir generalmente que faltan cinco o seis minuto para la medianoche. El lugar casi nunca se llena, pero Zoilo, de cualquier modo, permanece recargado de perfil contra la pared trasera como si el local estuviera repleto, como si temiera estropearse la caída exageradamente recta del pantalón. A las doce, más o menos, un chirrido de trompeta, viejo como el trompetista, anuncia la segunda variedad de la noche; la batería, con sus dos parches heridos, la guitarra con micrófono, el trombón y una voz desfigurada en los desvelos se acoplan para señalar la entrada de las desnudistas; las luces se opacan y un destartalado reflector agoniza en el centro del forito. Es Gertrudis la que abre la cortina, el respetable aplaude, truena besos, reestrena descargas de lujuria: la pierna morena se encoge y ensaya un par de figuras en busca del agudo de trompeta, la cintura se desploma, el vientre ataca y las manos apuntan a los vasos y cigarros de las mesas pegadas al forito. Zoilo aparece cristalino, su mirada es un hueco perfecto y sin registros, paladea el tónic como catador de oficio. Gertrudis arroja la capa, sus piernas giran con minúsculas variantes, se despoja del brasier después de cinco o seis engaños y coros de silbidos, desciende del par de tacones y se deja caer de rodillas en ésa su invariable especialidad; un gordo se entusiasma y persigue a Gertrudis que lo evade hasta mirar el color del billete que el gordo pretende colgar del calzoncito; y otro, ahora un pelirrojo enloquecido que baila desastrosamente, por afuera de la partitura, le pone otro billete; y otro más, por allá, de una mano arrepentida ante el golpe final de los platillos. Tregua planeada para rellenar las copas, los meseros circulan veloces y exageran el golpeteo de botellas y el manejo de los trapos; el gordo baila en un rincón con un vaso en la cabeza, el pelirrojo trata de arrebatárselo y los dos se van al suelo entre ruidosas carcajadas. El trompetista se compone las canas y sopla una nota delgada que coincide con el pie carnoso de María Ensoñación, los ojos y la piel de chocolate, cabellera de apretados caracoles y los muslos de anaconda. Zoilo recibe otro vodka y analiza los dos hielos. La María Ensoñación es un pez con el solo de tambores, se dobla, boquea, se clava los dientes, fabrica sudor desde la curva del cráneo a los tobillos; un frenético billete se le cuelga por un flanco; otro, de mayor numeración, da permiso a descender por el frente, acción que deletrea un anciano estimulado a pleno pulmón por la parroquia. La María peina la pista con espasmos, los billetes le dan vuelta completa en la cintura, es un pozo de transpiraciones, de gruñidos, pintura y lágrimas entrecruzadas. Un forzudo de la mesa delantera saca con violencia al gordo, después de su intento de montar a la morena y de llevarse marcado el rechazo con diez uñas. Los minutos brincan, la artillería de alcohol enrojece los ojos y el vocabulario; llega el turno de la Ingrid, se aplaude una vez más el momento oriental de la Zuleima, todo en orden, inscrito en la secuencia, los raídos instrumentos, cada quien sumergido en el papel que le tocó aceptar en el contrato, el film de cada noche donde cada persona finge sorprenderse con la vuelta inevitable del siguiente cuadro. Los empleados permanecen en sus ángulos de espera, coagulados, al acecho de la sed y las propinas, soportando las hormigas en los pies y los párpados endurecidos. Zoilo, de vez en vez, golpetea los hielos en el vaso, y rompe fugazmente la impresión de maniquí. Los aplausos truenan, los gritos y los pataleos exigen a la última dama de la noche, silbidos y miradas perforan el humo en busca de Azucena, la última dama de la última función; después de unos minutos, la mujer aparece como parte de una nota del saxo barítono que muere opacada por los gritos de entusiasmo: alta, flemática, deslumbra en esa cueva, parece condesa en el destierro; maneja los velos con sabiduría, domina la ecuación del tiempo, acomoda la intención exacta en cada músculo y en cada posición; la orquestita se mete con un blues lentísimo que sirve de patrón a la caída de las sedas, del brasier, de la segunda pantaleta. Zoilo no deja de beber, vigila la pista y el vaso con los ojos que ahora recuerdan al halcón, aun cuando su cuerpo sigue imperturbable como un tótem. Las manos con billetes exploran la breve pantaleta de Azucena y de paso comprueban la dureza del vientre o de los muslos; la mujer agradece con nuevos movimientos y sonríe como una madona pudorosa, los ojos de Zoilo la persiguen, vuelven al vaso, a la lumbre del nuevo cigarrillo. La orquestita se apaga, la mujer se pierde, los meseros caen como guardianes con las sumas en las manos, las luces parpadean en señal de retirada, Zoilo se escurre por un flanco, los ecos de alguna inevitable protesta se diluyen por la puerta de salida que hace sonar los cerrojos interiores. El corte de caja, la limpieza de los pisos y las mesas, el adiós de las mujeres envueltas en gabardinas y pañoletas, el oscuro total, la desbandada.

Zoilo aguarda en el pequeño Renault consumiendo los residuos del trago, Azucena sube, se acomoda, se saca los zapatos y se estira a medias en el angustiado espacio; madrugada fría, no hablan, Zoilo conduce a gran velocidad rumbo al centro comercial aún iluminado, le urge llegar a la farmacia de guardia, ignora los semáforos en rojo, se mete en sentido contrario por una lateral y se estaciona frente al establecimiento. Azucena duerme sobre el respaldo, Zoilo le presiona el hombro, la mueve sin hablar, Azucena se sacude, reconoce el sitio, niega, le muestra el bolso vacío, tuvo que pagar todas las deudas, las de ambos, los tragos de la semana, los zapatos rojos, las telas del vestuario nuevo… Zoilo revisa el bolso con mayor cuidado, pero solo encuentra dos tristes monedas y unos pañuelos desechables; la vuelve a mirar a los ojos, extiende la mano, mueve los dedos, aprieta los labios como en última expresión de paciencia, Azucena se desentiende, se recuesta otra vez, finge dormirse, Zoilo le abre la gabardina, Azucena no puede evitar que la mano educada velocísima de Zoilo penetre hasta el calzón y se apodere de un billete que trae entrefajado; trata de rescatarlo, manotea, gruñe, maldice, insulta, pero Zoilo se aleja con paso triunfal y se introduce en la farmacia. Ojea las vitrinas y revive mentalmente el berrinche de Azucena; bosteza, los berrinches, una vieja actitud sin objetivos; sabe que él tiene las obligaciones, que ambos las tienen, que todo el mundo las tiene y deben cumplirse a cualquier precio, ni decirlo, la manera de hacerlo es lo único que no importa; fija los ojos soñolientos en la empleada, le pide una caja de pañales y dos latas de leche vitaminada; a esas horas, Zoilito, como ya es costumbre, debe estar desgañitándose del hambre.

AQ

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