No soy un mango, ya lo sé, y si ese viejo pelado del cabaret me lo vuelve a decir le entierro un tacón en las costillas. Pero estoy feliz: nunca perdí el paso y la coreografía del mambo número cinco me salió a la primera, sin quitar nunca la sonrisa de oreja a oreja. Le eché más sentimiento que las otras chamacas y creo que sí se notó. Perla estaba muy nerviosa, en cambio. Yo le decía cálmate, manita, vas a ver que sí nos van a contratar, pero tan solo era un deseo, porque no lo sabíamos. Estábamos todas en la pista del Waikikí, sin el vestuario, nomás enseñando la carrocería, como nos dijo Ricardo, enseñen de qué están hechas, mis changuitas: el coreógrafo y el empresario quieren ver lo que Dios les dio, así que esmérense mucho y muestren el talento. El empresario y el coreógrafo nos miraban desde una mesa con una lamparita y atrás de ellos había otros señores muy feos; a esos les brillaban los ojos, parecía que estaban frente a un menú, a ver a cuál de nosotras se iban a desayunar. Echaban tanto humo con sus puros y cigarros como si tuvieran prendido el comal. Y así las dos y Ricardo con su playerita de rayas: torso elevado, las piernas bien altas, a tiempo las vueltas y el split; que no se les descomponga la postura ni se les vaya a caer el penacho, por favor, para que nos contraten en bola. Y luzcan, luzcan el cuerpo y que les brillen los ojos de felicidad, como si se hubieran ganado la lotería y fueran a entregárselo todito todo al tarzán más guapo de la Tierra. Al final me admitieron, también a Perla y a Ricardo. A ver qué nos pedirán a cambio y qué estamos dispuestas a dar.
Habíamos ido a ver algunos números y estuvimos practicando el mambo y el chachachá, que son la nueva sensación; esos también los bailamos en el Burro, no hay modo de no sabérselos si es una fiebre, el mambo. Ricardo hace algo muy bonito, porque estiliza los pasos que están de moda; así lucimos mucho y hasta tienen un toque de poesía o como le llamen, pero estos eran más difíciles porque hay que darle siempre su lugar a la estrella principal y tantas vueltas tienen su chiste, no es nada más enseñar por enseñar, darles su fiesta a los ojitos cochambrosos de los hombres.
No lo puedo creer: vamos a bailar detrás de Pérez Prado y otros artistas de primer orden, ¡le pediré el autógrafo a Pedrito, si lo traen, ese sí que es guapo! Es muy emocionante. Claro que hasta adelante ponen siempre a las bailarinas cubanas, esas la traen ganada: pinches viejas, con el caderón loco que se cargan no tardan en conseguirse un empresario, montar su propio número y triunfar, sobre todo las rumberas, parece que nacen meneando el chocolate, se les mueve todo como si fueran molinillos. Y por más que les copies los pasos, tienen algo, un sabor especial para bailar que les sale de otra parte, no sé de dónde: cuando lo averigüe, tendré mi propio show. Seré solista, una exótica como Tongolele; ella tampoco necesita cantar para traer loco a todo México. Bailaré una danza que represente a una doncella azteca en el sacrificio y así le ofrendaré mi vida al baile, como quien dice, a ver si así se me voltea la suerte. Yo misma he inventado algunos pasos, pero Ricardo se burló de mí el día en que se los mostré. Me dijo: se parecen a la danza del venado, deberías de audicionar con Amalia Hernández. La verdad ya se me había ocurrido, pero ahí no hay rumberas que luzcan como en los cabarets. Y Bellas Artes se me hace mucho caché y hasta medio cursi; nosotros somos pueblo, a fin de cuentas; nos gustan los efectos, el baile sabroso, que se vea la pierna, que se te sacuda todo, que los hombres te quieran llevar a la luna. No cualquier hombre, claro, porque el que yo quisiera nomás no ha aparecido. Perla dice que tratemos de entrar al ballet de Chelo la Rue, esas hasta hacen giras y toda la cosa; como parecen gringas, bien güerotas y muy altas, les llegan unos ramos de rosas enormes al camerino. Y bailan por todo México.
El coreógrafo que nos vio en el Waikikí trabaja en el cine; ya me imagino bailando junto a Ninón o María Antonieta Pons, compartiendo créditos, firmando autógrafos en las premieres con un abrigo blanco de mink. ¡Cuántos sueños! Por lo pronto, que nos admitieran allá fue como entrar a otro mundo. Aunque sentí feo por lo que me dijo el dueño del changarro, pues qué me importa, ¿por qué tenía que decírmelo, pinche viejo con cara de perro meado? Ni que él estuviera muy galán con esos mofletes caídos y el puro apestoso que siempre se le cuelga.
Por ahora Perla y yo somos relleno, nos van a pagar ocho pesos por función. ¡Una fortuna, comparando con lo que nos estaban dando en el Burro! No sé si les pagarán igual a las otras seis que llegaron a la audición y también las escogieron, seguro que a las de adelante les pagarán mejor. No vi que fueran ni mejores ni peores que nosotras, aunque empezaron los codazos y las miradas feas, ¿por qué seremos así las mujeres que luego luego nos caemos mal, aunque no nos conozcamos? Una de ellas, que se llama Gladiola y es muy grandota, me prestó su rímel. Hasta me puse de buenas; en una de esas el ambiente está suave, pensé, no nos andaremos arrebatando el hueso a dentelladas.
Después de la prueba individual de Ricardo con los tarzanes, nos tocó acompañar a una exótica. Yo pensé que sería uno de esos torbellinos cubanos y hasta me ilusionó aprenderle algo. En el escenario todo el mundo corría de aquí para allá, a una se le cayó el penacho y hubo que arreglárselo, una luz se fundió y los músicos nos hacían bromas de lo más coquetos. De repente el coreógrafo nos manda cerrar el pico y viene bajando del camerino principal la exótica. Es una tal Katmandú, “la diosa del Tíbet”. La verdad no se me hizo para tanto, parecía una china más de la calle de Dolores. Así que nos pusimos las ocho en posición siguiendo las indicaciones del coreógrafo, hicimos nuestro numerito como rodeándola, abriéndole paso al estilo de quítense que aquí viene la reina; luego ella entró y se quedó sola en la pista. Su vestuario era muy bonito, rojo brillante. La verdad es muy original: ondea el cuerpo cual serpiente, da unos giros y unos relevés y luego parece que casi no se mueve: de repente todo le empieza a temblar y vuelta a ondear la cintura, se convierte de verdad en una culebra venenosa. Al final, como todas ellas, empieza a quitarse la ropa, bueno, los velos que trae encima, pero de una manera muy artística, así muy despacio. Se saca el brassiere y le quedan las puras pezoneras con unos flecos verdes muy brillantes. Todos los que estaban ahí la veían petrificados, con fiebre, sin respirar: estaban a sus pies. Calladitos, calladitos. No se escuchaba más que un clarinete por encima de los tambores, la música era para desmayarse. Al gachupín feo casi se le cae el puro de la impresión. Si en ese momento ella les hubiera dicho que sacaran sus pistolas y se suicidaran, estoy segura de que algunos sí lo hacían.
Quién sabe cómo será la vida de esa Katmandú, seguro está llena de lujos; nomás ver la limosina que se la llevó luego de que hizo su número y las orquídeas púrpura que le mandó su enamorado y protector, nos dijeron, para desearle suerte. Salió del camerino muy bien vestida, con un vestido de güipiur y una estola de chinchilla; la acompaña su asistente, una muy chaparrita que se ve medio marimacha y no la deja sola ni un instante. Luego luego, cuando el empresario y el coreógrafo se le acercaron, ésta los miró con cara de gorila. Ni en sueños se me ocurre que pudiera yo vivir así. Al principio me sentí arrobada, como todos los que estábamos ahí, pero luego la odié, la verdad. Me dio una envidia horrible: ¿por qué, por qué me castigas, Diosito, por qué? Quiero que me vean así algún día, hechizados, que mueran por rozarme con la punta de un dedo y yo, casi desnuda pero inalcanzable como una diosa. Y que no me puedan tocar nunca. Hijos de su madre, yo con mi número de la doncella azteca los mandaré a todos al inframundo, van a ver. Un día, un día…
Nuestra vida no es nada glamorosa, pero por lo menos no tenemos que fichar, eso ya es para las desesperadas que por más clases que toman, no entran a ninguna compañía y ningún coreógrafo las quiere en sus números, son las que entran al Waikikí primero que nadie para conseguir cena. Y a lo mejor les gusta lo otro, así de pirujas serán. Bueno, seguro algunas de la compañía se ponen a fichar, así son. La verdad, me chocan, me chocaron todas, incluida la tal Katmandú, pues qué tanto le verán. Ya ni la tal Gladiola, que al final no fue ni para despedirse, seguro no pudo soportar ver mi flexibilidad. Excepto Perla, que ha sido buena conmigo y me presentó a su Majestad el Baile, pues yo sin hacer mis rutinas diarias, me muero.
A Perla le debo la vida. Desde que nos conocimos en la academia de la maestra Shirley Vázquez me dijo que tenía talento, aunque estuviera flaca; lo de flaca se compone, lo torpe ni con tres kilos de tortillas se te quita, me dijo. Y me enseñó a arreglar los corpiños para rellenar las chichis. Yo estaba muy escuincla; todavía trabajaba de sirvienta en la casa de la señora Alfonsina, allá por la Ribera de San Cosme. Cuando me corrieron, fue Perla quien me metió al coro del Burro por cinco pesos cada función, y es que yo no quería fichar, nomás bailar. Los tipos me dan repeluz: luego, luego te empiezan a meter mano y a toquetearte, hasta pierden el paso los muy tarugos. ¡Mangos!, yo con uno de esos ni que estuviera desesperada. Les suelto un buen pisotón con el tacón de aguja. Bien dado en el empeine, les duele hasta el alma. Una cosa es que te admiren los hombres, otra que te agarren y te pellizquen como si fueras un bolillo para quitarte el migajón.
Nunca me volverá a pasar eso tan espantoso que viví de chica, sería capaz de matar a quien lo intentara; se me hace que se me ve en los ojos, pues nomás se acercan con intención de toquetearme me imagino asesinándolos. Según Perla, los miro como si los quisiera convertir en piedras, pues la verdad sí me gustaría. Por lo pronto se dan la vuelta, algunos no se han quedado con las ganas y por la fuerza ha tenido que ser, como tantas cosas. O por gusto, con alguno que otro, porque los guapos que hablan bonito me dan debilidad, con sus brazos fuertes y su cinturita. Esos son los peores, ya lo sé. A mí Dios me castigó desde muy chica, no sé por qué, yo no le hice nada. Nadie me querrá como es debido, seré la burla eterna de las otras mujeres, las que sí se casan. Igual se ha de haber apiadado de mí, me trajo el baile y ya con eso se me olvidan los rencores.
Pensando en la marimacha que acompaña a la Katmandú, cuando empezamos a salir a los cabarets, Perla creyó que yo era tortillera y hasta se ponía bien distante como si la fuera a infectar de mi tortillez o algo peor. Un día me di cuenta y casi me ahogo de la risa. Cómo eres zonza, le dije, a mí me gustan los galanes, pero los que van al Barbazul o al Burro, diatiro están espantosos. Y luego se inundan el copete de grasa y el olor de la Glostora me marea. No, Perla, le digo, tú tráeme uno al estilo de Jorge Negrete, de Antonio Badú y que sea decente y no se quiera aprovechar de una muchacha pobre y trabajadora, y ahí sí me tiemblan las piernitas, como cuando el mambo se pone tan sabroso que se nos olvida el nombre. A los demás les echo mi mirada asesina, igualita a la gorila de Katmandú.
Perla me dice que en el Waikikí nos conseguiremos unos galanes de caché: puros gringos con mucho dinero y ropa elegante, magnates muy finos. A lo mejor uno de esos te lleva al altar, me dice. Yo no creo que nadie, luego de conocer mi historia, me aceptará, y las cosas tarde o temprano se saben, a Ninón Sevilla le pasa a cada rato en las películas: se casa con el galán y todo, pero él se entera de su pasado o peor, llega el padrote, muy ardido, a contárselo. Y yo quiero ser una diosa del cabaret y ver a los hombres postrados ante mi talento; para eso el matrimonio nomás estorba. Además, me gusta mi vida en esta vecindad con Perla, Antonieta y Ricardo. Nos cuidamos y nos acompañamos; los cuatro nos dedicamos al arte, nos defendemos cuando la gente se pasa de la raya. Aquí en nuestro departamento suspiramos por el amor, pero no sé si así estamos mejor que con un esposo y los chamacos: la gente se pierde el amor y la paciencia.
A lo mejor algún día le confiaré a Perla lo que me pasó, por mientras me hago guaje. El baile es mi novio, mi esposo y mi amante, eso les digo a todos. Pero Perla sí tiene sus ilusiones: dice que si se encuentra un político guapo, hará que se enamore de ella y le ponga casa, aunque sea casa chica, no le importa. Yo no pienso en eso, ¡me hace una ilusión bailar en el lugar que conoce todo México y encontrarme a todas las estrellas! ¡Imagínate, Pérez Prado, la mismísima Tongolele, Celia Cruz, Toña la Negra! Y en el centro de la marquesina: Esmeralda y su portentosa Danza de la Pirámide, o sea yo. Ay, sí.
Cuántos sueños, pompas de colores como decía la canción, esa viejita que tanto le gustaba a la señora Alfonsina. Anteanoche, en el Burro, Antonieta se dio un trancazo horrible cuando bajó por la resbaladilla de madera; pinche resbaladilla, ya me tiene harta. Tenemos que bajar por ahí, por la lengua del burro, para que nos dé nuestra lamidita, dicen. Puercos asquerosos. Y sonreír, sonreír, siempre sonreír. La pobre Antonieta estaba amoladísima, se le hizo un moretón gigante. Les pedimos vinagre en la cocina y se lo untó luego luego, pero ni así se le quitó. Y en la noche le pusimos hielo. Ya está mejor, menos mal. No como el día que entramos; una alimaña de pelos teñidos nos puso unas chinches en el piso para que nos equivocáramos. Por poquito se me entierra una cuando nos acostamos a hacerla de sirenas en una coreografía medio penosa, pero la vi a tiempo. Averigüé quién era la alimaña y al día siguiente le metí cinco en el zapato. Así es este medio, ni modo: si no te defiendes es peor.
Me levanté bien tarde, porque la tanda en el Burro acabó como a la una y nos tuvimos que quedar. Si no llegaban Andrés Huesca y sus costeños con sus camisas de manga de holán, teníamos que presentar el número otra vez y aguantar a los tipos cada vez más borrachos. Esto fue luego de que Ricardo nos dijo que estábamos admitidas en el Waikikí. Estuvimos esperando, bebiendo en los camerinos y celebrando y, claro, se me subió. Eso sí, me dijo que me encontraron muy flaca. Antonieta estaba de lo más emocionada, hasta quería comprar, de camino a casa, un pastel en el Globo, pero a esas horas todo está cerrado. Para que empieces a engordar desde ahorita, dijo. A ella la comida le encanta. Me prometió hacerme engordar con sopes y memelas: me dará de comer lo más que pueda para que esté llenita y me vea como Mangolele. Bueno, eso está difícil, aunque me podría despintar un mechón blanco, como ella…
A la pobre le seguía doliendo el moretón y nada más se sobaba; le preguntamos por qué no quiso audicionar en el Waikikí, nos contestó que esos lugares la ponen nerviosa. Yo prefiero el barrio y la bohemia, decía. Le gusta uno de esos escritores que se sientan a veces en las mesas del centro del cabaret y se beben la quincena; hasta la he visto platicando con él varias veces. Le he preguntado qué le va a traer de bueno uno de esos muertos de hambre; jura que le susurra versos cuando bailan. ¡Hasta baila con los clientes, ni que fuera fichera! Ay, Antonieta; si no fuera tan buena gente, no sé qué pensaría de ella. Le prometí que la ayudaría a remendar su vestuario, pues con el golpazo se le cayó el aplique de lentejuelas. Ahora mismo está cocinando chilaquiles y cantando “Vudú”. Seguro le quedarán para chuparse los dedos, pronto nos pedirá que pongamos la mesa y a comer.
Me tengo que apurar porque el reloj corre, luego tienes treinta años y ya se acabó el encanto, no es tan fácil y te cansas. Tienes que comer más, me decía Ricardo a cada rato, no tienes chichis; yo trataré de que te escojan, pero a lo mejor te mandan al fondo de la fila. Y sí, pues eso hicieron. ¿Pero cuánto quiere que comamos con el sueldo del Burro? De a tiro no entiende… Y eso que Antonieta nos da arroz y tortillas como si fuéramos animalitos, yo no puedo comer tanto. Y ella tampoco, se la pasa tomando yodo Nait para adelgazar, lo bueno es que todo se le va a las posaderas, ya quisiera esa suerte. El Burro será muy bohemio y lo que quieran, pero no es lo mismo, ahí va ahora sí que cualquiera y si te descuidas siempre hay un baboso restregándote su cosa a la mitad del baile.
Escribo esto muy rápido, ya nos tenemos que preparar para el Burro: será nuestra última noche. Gracias, Virgencita, por esta oportunidad; ya quedamos que el domingo nos vamos a La Villa a agradecer que bailaremos en el Waikikí. ¡No lo puedo creer! Me esforzaré mucho por hacerme notar desde el fondo del escenario, y aunque el dueño diga que no soy ningún mango… va a ver.
Una cosa antes de cerrar mi cuaderno: se me hizo feo el Waikikí de día, aunque me impresionó lo grande que es. Todos los cabarets son feos a la luz del sol, la pintura de la hawaiana, las palmeras y las canoas, el podio donde se pone la orquesta y las mesas astilladas sin sus lamparitas no lucen cuando las ves así nada más. Esa fue una desilusión, pero ya sé que en la noche será maravilloso, pura magia. Me darán muchas ganas de irme a ese mar tan azul de la pared. Ya nos llamó Antonieta; a esconder mi cuaderno de las penas y a remendar el traje de ave del paraíso para el show del Burro hoy en la noche: no sé quién fue, pero alguna piruja envidiosa me lo rasgó y se le cayeron unas plumas al tocado. En cuanto sepa quién fue, le untaré el brassiere de chapopote, ya verá.
*Título de la Redacción.Fragmento publicado con autorización de editorial Planeta.
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