Todavía duele aquel recuerdo de infancia, el escozor de las voces adultas: tu prima es más obediente, mira a ese niño que no llora, ojalá aprendas a comportarte como tu amiga o tu hermano, fíjate qué notas saca, es el mejor del equipo, la más simpática; en cambio tú... El alud de reproches te arrastraba a una competición sigilosa y hacía aflorar tus inseguridades, tu miedo, tu timidez. Lo peor de las comparaciones es que dañan por igual al perjudicado y al ensalzado: crean cuñas de aversión, enrarecen amistades, presionan a unos y menosprecian a otros.
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Ya en la mitología griega las comparaciones causaban terribles catástrofes colectivas. Tetis y Peleo, futuros padres de Aquiles, celebraron en el Olimpo la boda más sonada de la temporada pagana. Sin embargo, olvidaron invitar a Eris y, en venganza, esta divinidad de la discordia arrojó en medio del baile una manzana de oro “para la más bella”. Las tres celebridades de la fiesta, Hera, Atenea y Afrodita, codiciaban el premio del primer concurso de belleza conocido. Las candidatas exhibieron sus encantos ante el juez Paris y, a escondidas, le ofrecieron regalos a cambio de su voto —la corrupción es tan antigua como los dioses—. Ganó Afrodita, que lo sobornó con la promesa de conquistar a Helena, la mortal más hermosa del mundo, casada con el rey de Esparta. Así nació la larguísima guerra de Troya, que no se originó —como suele decirse— con la historia de amor, fuga y adulterio de Paris y Helena, sino con el juego sucio en las cloacas del certamen de Miss Olimpo.
Este pasatiempo envenenado se practica aún en las galas mediáticas donde los famosos se exhiben posando en alfombras rojas, otro invento de los griegos. La primera mención escrita de su uso como símbolo de poder aparece ya en Agamenón, de Esquilo. En esta tragedia, Clitemnestra ordena que su marido el rey sea recibido con una alfombra carmesí para guiarlo a casa, donde trama asesinarlo. Todavía hoy, en la mejor tradición, se hacen comentarios sangrantes al elaborar las listas de los mejores o peores cuerpos que desfilan por el tapete púrpura.
Nos inculcan las comparaciones desde la más tierna infancia. En tu niñez los adultos solían preguntar, sonrientes, traviesos, ligeramente pérfidos, como jugando: ¿a quién quieres más, a mamá o a papá? Así aprendíamos a mirar midiéndonos con el prójimo. La serie Mad Men retrata a un equipo de prestigiosos creativos publicitarios que trabajan juntos, pero rivalizan ferozmente por los éxitos, el salario, los ascensos, los premios, el carisma. Como la madrastra de Blancanieves, tratan de anular a sus colegas con manzanas inyectadas de envidia. Exhiben ostentosamente el botín de sus coches y unas flamantes viviendas neoyorkinas, e incluso sus mujeres aceptan formar parte del torneo en lucha por eclipsarse unas a otras. Estos comportamientos funcionan como metáfora de los anuncios que diseña la agencia: fabrican un mundo idealizado, un espejo donde los demás siempre son más felices, más atractivos, más triunfadores que nosotros. Un juicio de Paris donde siempre perdemos. Solo la posesión del producto promete calmar la ansiedad y colmar el deseo de ser otros.
El filósofo Zygmunt Bauman escribió en Amor líquido que esta mentalidad erosiona nuestros afectos. En la época consumista, nos emparejamos mirando alrededor por si encontramos algo mejor, temerosos de perder quizá en otro lugar un premio más valioso: “Una relación, le dirán los expertos, es una adquisición como cualquier otra. Si no está completamente satisfecho, devuelva el producto”. Pero el miedo a ser abandonados por otra mercancía más prometedora —más joven, más bella— acrecienta nuestra inseguridad, nuestro sentirnos menos. Los antiguos nos advirtieron frente a las manzanas de la discordia y los espejitos mágicos. Entre las cosas que hacen que valga la pena vivir, el poeta romano Marcial enumeraba: “querer ser lo que eres y no preferir nada más”. Cuando intentamos imitar a otros, descubrimos la imposibilidad de la impostura, siembra de envidias y divisiones, engaños y daños. Los mitos enseñan que todas las comparaciones —incluso entre diosas— terminan por resultar odiosas.
AQ