Ya estamos en ese futuro que no existe* | Por Carmen Boullosa

Literatura

Leídos como vigías y espejos de una época, aunque autónomas, ‘Los recuerdos del porvenir’, ‘La feria’ y ‘El llano en llamas’ son obras que trasladan el dolor de su presente al que hoy nos toca vivir.

Juan José Arreola, Elena Garro y Juan Rulfo. (Laberinto)
Carmen Boullosa
Ciudad de México /

Primero que nada, mi agradecimiento a la doctora Sara Poot por esta invitación a participar en la mesa con apreciables colegas**, y con mi adorada Margo Glantz. También doy las gracias a la institución que nos acoge, al INBAL, no sin traer al frente a Manuel M. Ponce (“Estrellita del lejano cielo/ que miras mi dolor,/ que sabes mi sufrir/ baja y dime si me quieres un poco”), porque él preside desde ya hace décadas nuestras reuniones literarias, y sigue presente en la memoria musical mexicana, a pesar de todo. Yo quisiera, deseara, que el INBAL decidiera oyésemos en todo acto, como una fiesta de la memoria, algún pasaje compuesto por Manuel M. Ponce, no cuando la gente entra, sino cuando guardamos silencio.

Así que doy las gracias por esta invitación, que es un regalo. Fue por ella que me propuse releer como a un trío las tres obras propuestas, dos de 1963 (La feria y Los recuerdos del porvenir), y de 1953, El llano en llamas. Quise releerlas a coro, no con la voluntad de imitar el estilo de nuestra década (es saltar en la red de uno a mil en un minuto), sino con el afán de encontrarles un ser común. Verles su ser. Aunque “ser” no es la palabra precisa: ver la anatomía de la atmósfera que les da vida y cuerpo, la que contiene infancias en la Revolución o post, y en la Guerra Cristera.

Como los presentes, he releído estos tres libros un buen número de veces (por varios motivos: por diversos, Los recuerdos de porvenir, aunque nunca tantos como Pedro Páramo, novela vigía que camina un paso más adelante que nosotros, siempre un paso adelante).

Como joya de la corona de la lectura, recuerdo, con cierta melancolía y un poco de envidia de mí misma la primera vez que los leí, en vilo, con sorpresa, devorándolos satisfecha de admiración: iba yo en secundaria cuando los cuentos de Rulfo llegaron a mis manos como lectura escolar. En el primer semestre de la universidad, por cortesía de Huberto Batis (nunca bastará mi agradecimiento por lo que él dio a mi vida de escritora, fue mucho), leí La feria, y poco después, por instancia de Octavio Paz —lo dijo con todas sus letras, y aún con más, “tiene usted que leerla”—, Los recuerdos del porvenir, libro del que nadie antes que él me había hablado: no era lo que estaba en la conversación de los jóvenes escritores, donde no éramos pocas las mujeres —entre otras Coral Bracho, que acaba de recibir el Premio FIL, y me apresuro a felicitarla—, aún alcancé un ejemplar de la primera edición en la Gandhi original. Podría volver a llegar al punto exacto del librero en que encontré el ejemplar, a pocos pasos de la banqueta de Miguel Ángel de Quevedo.

Recalco: en nuestros corrillos literarios, no se hablaba de Garro entonces (1976-7 y 8). Si no me la recomienda Paz, tal vez no la hubiera descubierto hasta aquel regreso de Garro cuando Fernández Unsaín le organizó con bombo y platillos —Margo Glantz se debe acordar: estuvimos en una mesa en el edificio de Bellas Artes, creo que alguna terraza, con ella— y mucha, mucha prensa. Garro y su hija, entonces vestidas por el mismo tinte de cabello, caminando con las manos juntas, subían maldiciendo al mundo entero las escaleras del Palacio de Bellas Artes. Nada era suficiente para ellas. Se les había organizado una bienvenida no antes vista, con grandes cámaras y un despliegue preparado para clones de Jacqueline Andere (de Fernández Unsaín).

Regresando a lo que íbamos: decidí releer los tres libros mencionados a-lo cómplices “ser/ atmósfera/ paisaje/ ruralidad/ cuerpo”.

¿Como si fueran un cancerbero? ¿Un ser mítico con tres cabezas fieras con sus tres bocas fieras? ¿Hidra, monstrua o monstruo, gorgona?

Quería forzarme a leerlos con el tic tac de la Historia por lente. Y verlos en ese paisaje “Espacio-tiempo-atmósfera”, porque son UN habitante.

Pronto supe que el cancerbero formado por esos tres libros no correspondía a la imagen que yo les imponía —son entrada a la puerta de un tiempo compartido por sus autores, pero no conforman un cuerpo común: cada libro es su propio planeta egoísta, con su propia gravitación.

En los tres libros se toca el despojo agrario, la Guerra Cristera y la aspereza del campo, que poco tienen de la cornucopia que nos vendía la portada de nuestros libros de texto gratuitos. La desconfianza ante el poder central, los cercos y encierros por la violencia y, sobre todo, el vigor de los muertos. Pero mi estrategia no servía, y entonces opté por releerlos forzando un intento de split con tres piernas.

No llegué a ningún sitio. Detesté darme por perdida, modifiqué un pelín mi estrategia para seguir adelante con mi intento: ¿y si en esa violencia común producto de coletadas de la Revolución (incluida la Guerra Cristera), comparte la necesidad de conformaciones anatómicas similares a otros seres también vivos forzados a obtener su oxígeno donde parece irrespirable?

Por ejemplo, los acuáticos y sus branquias, para extraer de la atmósfera las vigorosas literarias oxigenadas.

Respirar de donde hasta el aire se volvió líquido de violencia.

Líquido de violencia. Sin carne. Sin pulmones. Pero respirando.

Pensé: “para agallas, las de Garro, que deja la narración completa, llena de vigor”, pero agallas, lo que se dice agallas, son también las de Arreola, si de agallas literarias hablamos. Y qué decir de las de Rulfo…

Mi estrategia probó ser imposible. Esos tres libros son tres cuerpos literarios diferentísimos. Me lo dijo Garro: “Ya lo sabía, ya lo sabía —repitió Isabel, metida en su traje rojo, que pesaba y ardía como una piedra puesta al sol”.

La persona literaria de Garro, en Los recuerdos del porvenir, controla con puño de hierro la narración; con certeza de autor “clásico”, lleva el hilo sin dudar hacia su final —y eso no le impide, sino alienta, un hilo “poético”, como ha apuntado la crítica—. Hija de su tiempo, conduce la trama a dos finales, o a dos remates: el primero en el escape de Julia del brazo del evaporado y evaporador Felipe Hurtado, cuando el pueblo habita en el sin-tiempo —y ahí, me asalta una duda, mientras observo un dislate: ¿sería Félix quien, en complicidad con Felipe, paró los relojes sin decirlo a nadie más: “atareados en el olvido, fuera de sí mismos y de la pesadumbre que por las noches caía sobre sí, cuando las casas cerraban sus persianas… cuando corría con libertad su memoria no vivida”?

Pero no es Félix quien les abre a los amantes la puerta para irse a jugar.

Los amantes quedan libres, y nuestra novela es un cuento de hadas.

En el segundo (y definitivo) final de la novela con el perturbador sacrificio de Isabel, el libro asemeja (un tanto, no total) ser novela de iniciación, con cruento fin de la infancia y la desaparición, si no es muerte de la alegría y el deseo. Yo opino que es muerte total excepto… (excepción notable, que revierte algunos sentidos).

El primer final de Los recuerdos… es querendón, satisfactorio y cómodo: la lectura sacia su apetito con el remate, permanece satisfecho al oír cerrar con broche de oro. Es un final feliz, para dos personas forasteras, que no para Ixtepec; para los que se van, es un final con futuro. Para los que se quedan, es la certeza de que se empantanarán ahí, hasta el fin de los tiempos.

Con la Guerra Cristera (esa causa fabricada, dice Los recuerdos…), “Entre los porfiristas católicos y los revolucionarios ateos preparaban la tumba del agrarismo”… La Iglesia y el Gobierno fabricaban una causa para “quemar” a los campesinos descontentos… “¡La persecución religiosa!”, los cristeros encienden un centro de activación y revitalización, no solo de la trama de la novela, también de Ixtepec: eso de quedarse sin santos resulta intolerable —los Santos, con mayúscula: lo imaginario—, y así también reactiva la conciencia que Ixtepec tiene de sí mismo (entra en acción su respuesta ante el hecho de que la ocupación del ejército conviene a los intereses del terrateniente, el despreciable Rodolfito Goríbar; con él, la traición de los eslóganes revolucionarios a toda consigna agrarista se cumple y se perpetra a cuatro manos entre revolucionarios y terratenientes).

Al tomar el pueblo conciencia adulta y reaccionar para defender al cura sacristán, y oponerse a las órdenes federales, se desconcierta ante el “sacrificio” de Isabel y la muerte de los Moncada, esos niños que vimos jugar al principio del libro, que paralizaron al pueblo, y convierte a la voz narrativa en una piedra. Una piedra parlante.

Se desata un misterio mayor que el esfume de Felipe y Julia: ¿por qué ahora nos habla a nosotros?

Pero este misterio se hace polvo: es un final sin futuro: “El futuro no existía y el pasado desaparecía poco a poco”. Y en ese futuro que no existe, estamos nosotros. Nosotros, todos, en 2023.

Los recuerdos del porvenir está armada con la precisión del contador de historias a lo director de orquesta, narrador que la abre y la cierra (para mayor maestría), no una, sino dos veces, mientras se metamorfosea en la voz homogénea del pueblo con un pelo de Isabel, que también acaba en piedra, narrador-personaje genial que habla de sí mismo sin mirarse al espejo.

En cambio, en el quejidero de voces de El llano en llamas —por momentos ruidajal tan contrario a las fotografías silenciosas de Rulfo y al murmullo de Pedro Páramo—, y ante el coro que canta La feria —por momentos ajeno al acto de magia e invención que son otros relatos escritos y verbales de su autor, aunque en La feria también vuelen los cortos relatos por esos cielos—, en cambio, decía, tanto El llano en llamas como La feria procuran un tipo de narrador menos … ¿Cómo llamarlo? ¿Menos sólido? No es la palabra.

El efecto colectivo de los dos ramilletes poblados de voces que forman los cuentos de Rulfo y la única (en varios sentidos) novela arreolosa son un coro colectivo, y no es que un coro no sea sólido, pero sí es algo muy distinto que una sola voz dictadora, que produce una sola caja de resonancia, que controla el pulso de la trama, como es el caso de Los recuerdos del porvenir.

Imposible ver en esos tres libros un cerbero literario.

Arreola escribe una novela en la que pretende desertar del narrador, y estira la liga de los alcances formales del género —factura un modernismo mayor que se incomoda un tanto cuando le acercan la etiqueta “ruralidades”, pues tiene algo más que cosmopolita: es el sesentero caleidoscopio y científico de un escritor (erudito, narrador finísimo) que troza la forma narrativa tradicional sin romper el cristal de sus cortas narraciones, pues docenas de sus 288 fragmentos son geniales, y ninguno sobra, si reiteran es porque esa cuestión de la tierra, o la de los santos y la religión, o las otras, requieren subrayados y revisitantes—. Llamémosle una novela de estilo democrático. Y es el libro de un erudito que sabe el origen del conflicto agrario, los vaivenes de la plata malhora de las minas, la desertificación de tierras que a todos parecen ajenas, y podría seguirme leyéndole a Arreola sus sabidurías, pero no es lugar para hacerlo.

La feria, aunque tonos, timbres y atmósferas le luzcan diferentes y amplias en sus fragmentos, no acepta la convivencia con Garro. Sí que son voces salidas de la comunidad, del pueblo, pero no surten de la Patria Garro. Porque lo que escribe Garro es la Patria Garro. Y, en el caso de Arreola, estamos en la Patria Arreola. Los dos autores son patria mucho más durable que esa arbitraria y pedante invención sexenal o de un maximato, así sea que, palabra por palabra, los que estos libros nos retratan como presidentes o gobernantes hablen con las mismísimas palabras que les escriben diversos colaboradores de distantes décadas. (Eso de leer en Rulfo o en Arreola las mismísimas palabras que estamos escuchando pesarosos en la radio…)

La feria acepta todas las convivencias, pero no es una sola persona quien habla, sino voces salidas de la comunidad, brotadas de un autor que se pretende, como el de los cuentos de Rulfo, ser voz de muchos. No acepta el dominio de Garro, porque no cabe ahí, y no puede estar ahí.

Garro no es voz de muchos: es la voz de todos. Un Todo construido por la autora tiránica, a la manera del decimonónico, que controla hasta el último detalle, con la diferencia de que, para Garro, ajena a toda estética costumbrista, lo que importa es la atmósfera. No nos aporta detalles, datos —Arreola es prolífico en esto, pero tampoco es costumbrista. Diría yo que aún es menos costumbrista que la Garro, porque la evocación de Arreola hace esta frase verdad posible.

La operación que los tres autores realizan me deja zumbando.

Rulfo consolida en su libro de cuentos la agonía de sus personajes. Están agonizando, no hay vida en el llano. Esa agonía alimenta el parto de Pedro Páramo. El dicharacho gozoso de Arreola, su modernidad cuerda de pulpo con más cerebros y centros que cabezas. Un pulpo de tierra, porque la tierra es asunto central, la posesión de la tierra un álgido que no se suspende. El cultivo en la tierra que sabe siempre, aun en la tierra incultivable, una esperanza arreolesca. En honor a la verdad: todo es esperanza en Arreola, es un loco.

La ausencia de cualquier pizca de alegría es lo más fértil de El llano en llamas —si hay risa, será de burla, como esa carcajada despedida por la sorna que aparece, creo solo una vez, en estos cuentos (si más, sería siniestro recordarlo)—. Los personajes, marcados por la sed perpetua, están que agonizan. Agonizo es el verbo que reina en El llano en llamas (subrayo que nada tiene que ver con Faulkner, que tiene otro origen, que si acaso hay ahí un desencanto de entonces universal, pero no lo creo: a la muerte se llega por varios caminos). El llano en llamas es libro paridor del lote de cadáveres más queridos y más vivos de nuestra literatura, Pedro Páramo.

Ahí se le opone una muerte, más por ser menos, más muerta: la piedra de toque de Los recuerdos del porvenir. Aunque es menos, porque la memoria de Arreola… Aunque es menos y es más, porque desolación no mata ausencia de deseo…, etcétera. Podríamos pasar la vida en esta charada, quién más, quién menos, pero no tiene son ni ton.

Los tres libros (las novelas, el de relatos) nos vuelven forasteros: su lugar se nos cumple en nuestro México imposible, que hasta el día repite su tragedia, con sus más de cien mil desaparecidos conviviendo con…

Pero esa es ya otra historia.


* Título de la Redacción. Texto leído en “Ruralidades”, organizado por U.C. Mexicanistas en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes, el 3 de septiembre.

** Sara Poot Herrera, Luz Elena Gutiérrez, Hernán Lara Zavala y Eduardo Antonio Parra, con la moderación de Karen Villeda.


AQ

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