Observo a una mujer que incita las pasiones y se entrega emocionalmente a ellas sin evaluar el resultado de sus actos. Lo descubre tarde racionalmente, cuando no hay regreso. Strindberg escribe una pieza de amores desiguales donde nadie gana. Tampoco el mayordomo de la hacienda del patrón que tiene una hija impulsiva que los arrastra a un desenlace donde el público tiene la última palabra.
Hizo mucho daño la vida personal de Strindberg y el pleito con las feministas de su época, además de los prejuicios de la religión hacia una dramaturgia moderna, avanzada a los tiempos del siglo XIX. Prejuicios que siguen presentes contra su obra, años censurada. Por eso la importancia de montar la pieza, clave de lo que se ha denominado naturalismo, cuando en la práctica es un realismo contemporáneo… aunque Martín Acosta le imprima a la concepción una simbología onírica con dos faunos a la hora de los demonios que llevan a Julia a su destrucción, casi como un guiño a favor del autor. La escenografía de Natalia Sedano —que rememora la pintura de Rousseau, de naturaleza animalesca—, es muy acertada.
Una obra fundamentalmente sobre las clases sociales, donde una aristócrata (Julia/ Cassandra Ciangherotti) no puede darse el lujo de descender ante un sirviente (el empoderado actor Rodrigo Virago). Y una sirvienta (Xóchitl Galindres), que conoce su lugar en la sociedad, la que mejor domina el escenario racional, ahí donde las mujeres deben conocer sus capacidades para no perderse en infiernos. Un lugar en el mundo donde las mujeres siempre están a prueba frente al dominio patriarcal. Como Strindberg, podemos decir sin equivocarnos: “yo también soy Julia”, frente a toda masculinidad.
Por error fui el día del estreno. Faltan más ensayos pero sin duda la crudeza de la obra, la dirección siempre eficaz de Martín Acosta y la escenografía de Natalia Sedano, son más que recomendables.