En La distancia que nos separa, su más reciente novela, Maggie O’Farrell (Irlanda del Norte, 1972) explora temas fundamentales en su obra, que dejó ver en El retrato de casada (2023).
Los lazos afectivos, el peso de los recuerdos y la necesidad de independencia se reflejan en sus nuevos protagonistas, Jake, quien busca un lugar tan remoto que no aparece en ningún mapa, y Stella, que se esconde de algo cuyo significado únicamente su hermana puede entender:
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“Se despierta y se encuentra en la cama, brazos y piernas separados, como una estrella de mar, con la cabeza a cien. Al fondo, el ventilador gira hacia él y después hacia el otro lado, como ofendido. A su lado se alborotan las páginas de un libro, se abren y se separan. El piso está a oscuras y unas ráfagas de neón cortan el techo a tijeretazos. Es de noche.
—Mierda —dice, y levanta la cabeza de un tirón.
Entre sus omóplatos algo blando pero íntegro se despereza y se rasga como papel mojado. Maldice y se lleva la mano al punto dolorido; llega al suelo con los pies y patina en calcetines por las láminas de madera hasta el cuarto de baño.
Al verse la cara en el espejo se asusta. Las arrugas y los pliegues de la sábana le han dejado marcas rojas en la mejilla y en la sien que le dan a la piel un aspecto curioso, de carne viva. Tiene el pelo de punta como si lo hubieran electrocutado y parece que ha crecido. ¿Cómo ha podido quedarse dormido? Estaba leyendo con la cabeza apoyada en las manos y lo último que recuerda es al hombre del libro bajando a un pozo abandonado por una escala de cuerda. Jake mira el reloj. Las diez y diez. Ya es tarde.
Una polilla choca contra su cara y rebota en el espejo, el leve polvo de las alas deja una señal moteada, un fantasma de sí misma, en el cristal. Retrocede un momento para mirarla, sigue su vuelo por el aire y después intenta atraparla con las manos. Se le escapa. La polilla, al percibir el peligro, vuela hacia arriba, hacia la luz, pero Jake lo intenta de nuevo y esta vez la pilla; el delicado cuerpecillo choca, confuso, encerrado entre las manos.
Levanta la falleba de la ventana con el codo y la abre. El estruendo de la calle, diecinueve pisos más abajo, le sale al encuentro. Se asoma por encima de los tendales, abre las manos y la lanza hacia arriba. La polilla cae un segundo, se da media vuelta, desorientada, se recupera, encuentra una corriente cálida de un aparato de aire acondicionado de un piso más bajo y desaparece.
Jake cierra la ventana de golpe. Nervioso, va por el piso de un lado a otro recogiendo la billetera, las llaves, la chaqueta, se pone el calzado, abandonado de cualquier manera al lado de la puerta. El ascensor tarda un siglo en subir y, cuando llega, apesta a sudor y a aire rancio. En el vestíbulo, el portero está en un taburete junto a la puerta. Arriba se ven las guirnaldas rojas y doradas del Año Nuevo chino: un niño mofletudo de pelo negro como la pez cabalga a lomos de un cerdo de color rosa.
—Gung hei fat choi —dice Jake al pasar.
—Gung hei fat choi, Jik-ah! —responde el hombre enseñando unos cuantos huecos en la dentadura, y le propina una palmada en el hombro que le escalofría y le escuece como si tuviera la piel quemada por el sol.
Fuera, los taxis fragmentan la luz de los charcos de la calle y un tren subterráneo conmueve el pavimento. Jake ladea la cabeza para mirar a lo alto de los edificios. El año del buey da paso al del tigre. De pequeño se imaginaba que, al llegar la medianoche, el año se convertía en un extraño ser mutante en plena metamorfosis”.
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