El viernes 19 de octubre la caravana de migrantes centroamericanos, principalmente hondureños, rompió la valla fronteriza entre Guatemala y México. Miles de personas se apiñaron en el puente fronterizo Rodolfo Robles. Hasta el momento, algunas han logrado ingresar a territorio mexicano, ya sea en calidad de refugiadas o esquivando los controles migratorios. Las autoridades mexicanas trataron de contenerlas. Sin embargo, la caravana ha continuado su recorrido. Las reacciones ante tal situación han sido las esperadas. Por una parte, hay quienes reprueban la presencia de los migrantes por distintas razones —racismo, clasismo, xenofobia, miedo a que los migrantes les roben su empleo, o porque, desafortunadamente, han sido agredidos por delincuentes migrantes—.
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Quienes rechazan la presencia de migrantes piensan que controlar las fronteras es un tema de seguridad nacional y esperan que el gobierno mexicano detenga y deporte a los ilegales. Por otra parte, existen quienes, más allá de un problema de seguridad nacional, se percatan de que estamos ante una crisis humanitaria: es prioritario proteger a esas personas que huyen de la violencia y las condiciones de pobreza que existen en sus países. Honduras es uno de los países más violentos y más del 60 por ciento de su población vive en condiciones de pobreza. México tampoco es un paraíso: nuestros niveles de violencia, pobreza y corrupción son alarmantes. Imaginemos cuál será la situación en algunos países centroamericanos que, para algunos, México, a pesar del clima de violencia en el que vivimos, es una mejor opción. Otros, como se sabe, pretenden ingresar a Estados Unidos, en donde no serán bienvenidos. Como alcanza a vislumbrarse, el problema no es menor y polariza los puntos de vista.
Desde siempre hubo enormes olas migratorias, incluso antes de que marcos legales y acuerdos internacionales regularan la circulación de las personas. Por mucho tiempo, la migración favoreció a muchos países. En varios de ellos la mayoría de la población o una porción altamente representativa es migrante y, en consecuencia, la economía se sostiene gracias a su presencia. Ha circulado en las redes sociales una sentencia que no es del todo falsa: todos —o cuando menos muchos— somos migrantes. No obstante, en estos tiempos tan peculiares, estamos presenciando la “ilegalización de la migración”. Existe un pánico a los flujos migratorios. Se ha generalizado la idea de que las naciones prósperas han de fortalecer los controles fronterizos porque la migración podría salir de control y desestabilizar la economía y la política internas, además de que afectaría a la soberanía de los países de llegada. Ante esta situación existen quienes creen que las fronteras deben cerrarse y quienes creen que, al contrario, deben abrirse; existen los anti-migrantes y los pro-migrantes. El debate involucra asuntos muy complejos que van desde el desafío económico que podría implicar la entrada de migrantes, el desequilibrio ante las oportunidades laborales de por sí ya escasas, el incremento de la delincuencia al no existir los recursos para garantizar al migrante un entorno social y laboral adecuado, hasta la idea —muy en boga con los rebrotes nacionalistas— de que los migrantes son un riesgo para la preservación de las identidades nacionales y culturales.
Lo que con frecuencia se pierde de vista en los debates públicos sobre este tema es que los migrantes son personas y, en consecuencia, merecen un trato digno y humano. La migración, en efecto, no es un asunto exclusivamente político-administrativo. Es un asunto que trasciende el derecho de una nación a controlar sus fronteras. Este derecho está en realidad condicionado por un conjunto de obligaciones morales adquiridas por los países en los distintos acuerdos migratorios internacionales: es imperativo proteger la integridad del migrante y garantizar el respeto a sus derechos humanos. Que en la práctica suceda lo contrario es algo vergonzoso. Ante situaciones como las del viernes 19 de octubre en la frontera sur o como las que suceden todos los días en la frontera norte, el problema más difícil es si se debe o no deportar a los migrantes ilegales. La respuesta es contundente, aunque para algunos es incómoda: en estos casos la deportación es inmoral e inhumana. La deportación llevaría a esas personas a su aniquilación. En tiempos del nazismo se suscitó un dilema similar: o se ayudaba a los judíos o se les garantizaba su exterminio. Por fortuna, siempre ha habido asociaciones, grupos y personas trabajando activamente en pro del migrante. Todas ellas merecen nuestro respeto, admiración y apoyo. Son, como diría Javier Sicilia, parte de la “reserva moral” de este país.
El migrante viene huyendo de situaciones lamentables. Los mexicanos podríamos ser sensibles a ello en vista de que nuestra situación tampoco es la mejor. Al trasladarse a otro país, el migrante pasa por situaciones muy adversas: la frontera sur, al igual que la del norte, es aterradora. El migrante es altamente vulnerable. Su vida está en constante riego. Muchas veces es maltratado y torturado por la policía fronteriza, por agentes migratorios o por grupos criminales. Pasa hambre y sed. En ocasiones, muere en el camino. Si llega a su destino, su tragedia continúa: llega a un nuevo país en donde no tiene trabajo, en el que se le desprecia y se le margina. Si alguien le ofrece un empleo, se le paga mal y es explotado. En ocasiones, su única alternativa es ser reclutado por pandillas criminales o por narcotraficantes. El costo de la supervivencia es alto. Hay connacionales en situaciones similares, en efecto. Y nuestro compromiso moral y social no puede excluirlos a ellos. El pronunciamiento de López Obrador (“Aquí habrá empleos para mexicanos y migrantes”) es deseable, aunque implica un gran desafío. ¿Estaremos a la altura, gobierno y sociedad civil, de generar los cambios sociopolíticos requeridos para aliviar la situación de los miles de mexicanos pobres y marginados y, al mismo tiempo, brindar el apoyo necesario a los hermanos migrantes? ¿Servirá “la amenaza migrante” para que aquellos mexicanos, sumidos aún en la apatía, el egoísmo y la indiferencia, se percaten de que la construcción de sociedades más humanas y más justas es urgente y no es ajena a nadie?
Hay, en la tradición cristiana, una famosa parábola, la del samaritano, de la que todos, incluidos los no cristianos, podemos aprender algo. La historia es conocida: un samaritano —un fuereño— se encuentra con un herido en el camino y entonces lo recoge y lo auxilia. Se ha entendido que el samaritano es un amigo en la necesidad. Sin embargo, como observa Iván Illich, en realidad es alguien que no solo excede la frontera de su preferencia étnica, que es cuidar exclusivamente a los suyos, sino que, además, comete una especie de traición al brindarse a su enemigo. Su acto es un ejercicio de libertad de elección cuya radical novedad ha sido pasada por alto. En esta escena, explica Illich, encontramos que no existe forma de categorizar quién es mi prójimo porque todo ser humano lo es. En esta parábola encontramos un llamado a una actitud moral, a un valor común indispensable para hacer brotar una forma de comunidad humana transformada: es cortesía, hospitalidad, benevolencia.