Un ensayo que se vuelve obra

Peripecia

David Olguin extiende una invitación a ser parte de la batalla entre las memorias de un actor consagrado y la vulnerabilidad de una joven asistente de dirección

Olguín le otorga a su obra el título de La exageración Foto: Blenda
Alegría Martínez
Ciudad de México /

El encontronazo entre un actor de larga trayectoria y una joven actriz venida a asistente de dirección por necesidad es un espectáculo. David Olguín escribe, dirige y abre la oportunidad de ser testigo de una de las batallas que usualmente se detonan y se contienen durante el proceso de montaje de una obra, entre dos seres humanos reunidos por una elección de vida pero separados por la experiencia, los años y la manera de concebir un arte del que idealmente debían retroalimentarse.

Sobre el escenario, una caja fuerte y una silla resumen el mobiliario que deberá utilizar el actor Mauricio Davison, que hace el papel de sí mismo durante un ensayo de El mercader de Venecia. Al fondo y en un nivel espacial más alto, la joven asistente de dirección, María del Mar Náder Riloba, cuyo personaje lleva también su nombre, ocupará una pequeña mesa y una silla, desde donde dominará el espacio creado por Gabriel Pascal para la contienda.

Olguín le otorga a su obra el título de La exageración, calificativo que el personaje de la actriz esgrime sin cesar en contra de la forma que tiene Davison de actuar, de decir, de concebir al personaje que en la ficción prepara en ausencia del director.

Por su parte, el actor endilga a la joven su falta de conocimiento sobre lo que el histrión ha hecho a lo largo de su vida teatral y anécdotas en torno a los grandes directores con los que ha trabajado, parte del teatro mexicano que le pertenece en tanto que ha sido protagonista.

La exageración hace patente la vehemencia de dos creadores de personajes que se vuelven seres de una ficción nutrida por su propia época: la de hoy, que desborda de rabia a una juventud crecida en un ámbito de agresión y desaliento, y la de ayer, sujeta a sus férreas convicciones, a su experiencia, a directores que han muerto y nada significan para los nuevos actores.

Envueltos en un duelo pleno de desconfianza y de mutuo descrédito que impulsa al contrincante al ataque permanente, esta puesta en escena se convierte en un juego a ratos trágico, a ratos nostálgico y asombroso.

Davison, de pie sobre el escenario, alude constantemente a las obras de las que ha formado parte —Simplemente complicado y El hacedor de teatro—, donde encontró al personaje de su vida, ambas bajo la dirección de Juan José Gurrola, para continuar con Tío Vania y El mercader de Venecia, con dirección de Olguín, donde construyó a un inmenso Shylock.

Este actor que esgrime, ya casi por deporte, la seducción ácida de la que era partidario Gurrola, habla de su voz nasal, recuerda el montaje de Miscast de Elizondo y a sus protagonistas, mientras que la actriz María del Mar explota en confesiones que revelan los escollos comúnmente abiertos a los pies de las noveles actrices.

La puesta en escena expone con crudeza y verdad los dos universos, en apariencia opuestos, en el punto de desequilibrio que propicia el poder de la joven asistente de dirección frente a un actor que conoce los vericuetos de una ardua profesión a la que ha dedicado su vida. 

La obra descubre así, también, el reclamo constante de directores cuyos asistentes no ven en esta actividad una profesión, sino un trampolín o un modo de vida transitorio para llegar al escenario, evitando la especialización y el fortalecimiento de esta labor que relega responsabilidades mayores a jóvenes que las rechazan, que no están aptos aún para realizarlas y, sin embargo, aunque sea por dos horas, tienen poder sobre actores de importante trayectoria. 

Pareciera que los protagonistas de esta colisión exageran en la misma medida su reclamo: él en lentas gotas de frases y palabras y ella en una expresión corporal expansiva, mediante la que hace su propuesta de una gaviota mortalmente herida, a partir de la obra de Chéjov.

La invitación de David Olguín a presenciar un ensayo que se vuelve obra, donde un actor deja sobre las tablas fragmentos de su memoria y elige seguir respirando teatro hasta su último aliento, está abierta. Como lo está la posibilidad de internarse en la espiral descendente que muestra la realidad de una joven actriz que rechaza el entorno que la vulnera.

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