Es un milagro que Diego Armando Maradona haya llegado a los 60. Un milagro más en una vida construida como una sucesión encadenada de milagros.
En enero de 2000, con 39 años, ingresó a una clínica en Punta del Este, Uruguay, en estado comatoso, con una crisis hipertensiva, arritmia y el corazón funcionando al 38 por ciento de su capacidad, fruto de una sobredosis de cocaína y de todos los perjuicios que le había ocasionado a su cuerpo. Hasta ese momento sabíamos que Maradona consumía drogas, y la evidencia irrefutable eran sus 3 controles antidopings positivos con 3 camisetas diferentes: Nápoli (1991), Selección Argentina (1994) y Boca Juniors (1997).
A partir de aquella internación en Uruguay todos tomamos conciencia de que podía morirse de un día para el otro. Los medios periodísticos prepararon ediciones especiales y quedaron pendientes de una orden para mandar a imprimir. Una orden que podía darse en cualquier momento.
Zafó aquella vez, como zafó unas cuantas más en los siguientes 21 años, en especial en 2004, cuando una miocardiopatía dilatada lo llevó a estar conectado a un respirador artificial en la Clínica Suizo Argentina de la ciudad de Buenos Aires, en cuya puerta se levantó un santuario con camisetas, mensajes y plegarias rogando por su recuperación. Y también en 2007, cuando fue internado por una hepatitis tóxica por su adicción al alcohol.
Tras esas situaciones que lo acercaron al cielo como nunca, a Maradona lo convencieron de que debía alejarse del país, de las malas influencias, irse a un lugar donde lo molestaran lo menos posible, y se instaló en Cuba para recuperarse.
En este tiempo también debió internarse en una clínica psiquiátrica, llegó a pesar 120 kilos y se hizo un bypass gástrico para llegar a 75, y fue operado de un hematoma en la cabeza. Yen más de una ocasión de estos 21 años, desde aquel primer anuncio en Punta del Este, hubo que salir a desmentir su muerte; la última fue durante el Mundial de Rusia 2018, tras el triunfo agónico de Argentina ante Nigeria.
Esa noche se lo vio en un palco del estadio, aferrado por las piernas por su guardaespaldas para que no se cayera, y luego se viralizó un audio donde un muchacho contaba que Diego había muerto.
Sesenta años es una edad temprana para morirse. Para el común de la gente; para Diego, no. Ya sabemos que Diego no nació para ser común. Para Diego llegar a los 60 fue un milagro, como lo evidencia su historia clínica escrita desde enero del 2000. Todos supimos en este tiempo que cualquier día Diego se moría, pero preparados como estábamos por estas “casi muertes” y sus correspondientes resurrecciones de los últimos 21 años, sabiendo que su cuerpo había sido maltratado mucho más por él mismo que por los rivales (y eso que le pegaban duro en los campos de juego), observándolo en estados deplorables durante ciertas entrevistas, así y todo, leer en los portales y en los zócalos de televisión “Murió Diego Maradona” provoca un estremecimiento difícil de describir. Una descarga similar a la que provoca meter los dedos en el enchufe.
El impacto mundial por su muerte estremece. Ni hablar de lo que genera ver a más de un millón de personas que se acercó a paso lento a darle el último adiós a la casa rosada, la casa de gobierno, la mítica casa desde cuyos balcones festejó junto a la gente el título mundial de 1986 y el subcampeonato de 1990. Pasaban a dos metros del cajón cerrado aplaudiendo, llorando, cantando, tirando besos y arrojando una camiseta, una foto o una flor. Camiseta de todos los colores y clubes inimaginables. Estremecedor. Y como no podía ser de otro modo tratándose de Maradona y de Argentina, todo terminó con incidentes. Con despelote. Así somos.
De todas las cosas que se escribieron y se dijeron, de todos los testimonios de excompañeros y entrenadores que lo recordaron, me quedo con un pasaje de lo escrito en el diario español El País por Jorge Valdano, campeón mundial con Maradona en el 86, autor del 2-0 en la final con Alemania. Valdano es el más lúcido observador de futbol y el que mejor lo cuenta (además de haberlo protagonizado en la elite, entre Selección y Real Madrid). Y hace un contrapunto genial.
Escribió Valdano: “Hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños y Diego sufrió como nadie la generosidad de su destino. Fue el fatal recorrido desde su condición de humano al de mito, el que lo dividió en dos: por un lado, Diego; por el otro, Maradona. Fernando Signorini, su preparador físico, tipo sensible e inteligente y, posiblemente, el hombre que mejor lo conoció, solía decir: ‘Con Diego iría al fin del mundo; con Maradona, ni a la esquina’. Diego era un producto más del humilde barrio en el que nació. A Maradona lo sobrepasó una fama temprana. Esa glorificación provocó una cadena de consecuencias, la peor de las cuales fue la inevitable tentación de escalar todos los días hasta la altura de su leyenda. En una personalidad adictiva como la suya, aquello fue mortal de necesidad”.
El contraste sintetiza brillantemente la vida de Diego y la de Maradona, como si fueran independientes. En relación la personalidad adictiva del Diez a la que se refiere Valdano, alguna vez le pregunté a un colaborador que lo conocía bien a qué era adicto Diego: “A todo: a la cocaína, al alcohol, a la pizza, a las gaseosas, a lo que se te ocurra. Arranca a tomar gaseosa, por ejemplo, y se baja seis seguidas”, me confió.
Tuve la suerte de entrevistar dos veces a Maradona. En noviembre de 2007 le hice la nota de las 100 preguntas para El Gráfico, después de un entrenamiento de showbol (un equipo de veteranos que salía a jugar al futbol por el interior del país y funcionaba como un centro de autoayuda de flamantes futbolistas retirados). Me respondió a todo y, cuando me iba, me distraje unos segundos y me escondió el grabador. Se divertía con esas cosas, parece. Yo apenas lo había conocido, pero ya estaba jugueteando conmigo. Unos minutos después, cuando me vio a punto de enloquecer, soltó una sonrisa y me lo devolvió.
A los 4 días, mientras yo editaba la nota (El Gráfico ya era una publicación mensual), me llamó Alejandro Mancuso, por entonces amigo de Diego, organizador del Showbol y dueño de la casa donde se entrenaban y donde hice la nota: “Te pido un favor: todas las respuestas en las que Diego critica a Grondona, por favor sácalas. Hablamos ayer con Don Julio y el próximo técnico de la Selección va a ser Diego. Y la primera nota te la vamos a dar a vos”.
Como él me había gestionado la nota, y tenía títulos para tirar al techo, le respondí que sí. Diego tampoco criticaba tanto a Grondona. Un año después, en octubre de 2008, Basile renunció como entrenador de la selección sin dar jamás los motivos públicos (seguramente notó que los futbolistas no daban el máximo; es decir, que le “hicieron la cama”) y Maradona tomó las riendas del combinado nacional. No me dio la primera nota, pero sí un tiempo después, en mayo del 2009, con motivo del 90 aniversario de El Gráfico, aceptó un regalo de 3 cuadros con reproducciones de tapas suyas en la revista, y aceptó un mano a mano en el que repasaba las historias de esas tapas. Me sorprendió la memoria que conservaba. Muy buena memoria.
Detrás del dolor, la angustia y los homenajes que predominan en estas horas, vendrán las disputas. La de sus hijos, exparejas y el entorno por la herencia. Es inevitable. No habían transcurrido ni 24 horas de la muerte de Maradona que apareció Matías Morla, el abogado que le maneja los contratos a Diego en los últimos años y que es apuntado como el emblema de los “chupasangre” por la familia original.
Ese calificativo le pusieron Dalma y Gianinna, sus primeras hijas. Morla es el niño malo, además, para buena parte de la opinión pública. Se basó en el informe de la fiscalía: “Es inexplicable que durante 12 horas mi amigo no haya tenido atención ni control por parte del personal de la salud abocado a esos fines -expresó Morla en un comunicado-. La ambulancia tardó más de media hora en llegar, lo que fue una criminal idiotez. Este hecho no debe ser pasado por alto y voy a pedir que se investigue hasta el final de las consecuencias. Como me decía Diego: Vos sos mi soldado, actúa sin piedad”. Durísimo. La palabra criminal no parece haber sido elegida de manera casual. Y es muy fuerte.
Más allá de cómo termine esa investigación está claro que las últimas 12 horas de su vida, Diego las pasó solo, sin la compañía de nadie en su habitación. Ni hijos, ni amigos, ni médicos. Una enfermera lo fue a despertar el mediodía del miércoles 25 de noviembre y no encontró respuesta. Y esta es una paradoja impactante: el hombre que vivió rodeado de multitudes, el que se lamentaba de no poder salir un ratito a la calle sin ser invadido por miles de personas, el que renegaba de ser perseguido por esa turba permanente, el que en estos días es despedido por millones de lágrimas en todo el mundo, murió en la soledad más absoluta. Creer o reventar.
Con información de Diego Borinsky, periodista deportivo argentino.