En lugar de mirar al cielo lamentando su suerte, lo que deberían haber hecho los imitadores de futbolistas que en esta segunda jornada del grupo B vistieron la camiseta de Irán en uno de los partidos más tristes de la historia de los Mundiales es preguntarse si de verdad un miserable empate en un partido de futbol vale el precio en dignidad perdida que Queiroz y sus esbirros pagaron ante España. Nunca, ni en los peores tiempos de este deporte, un grupo de supuestos deportistas quisieron, sin conseguirlo, hacer tanto daño al espectáculo más hermoso del mundo. Parece hasta mentira que un gran país como Irán pueda dejar algo tan sagrado como su selección nacional en manos de un embustero deportivo del calibre de Queiroz. Su zafia y vulgar propuesta, asociada desde el primer minuto a la trampa y la negación más elemental del fair play deportivo, tuvo un muy limitado castigo con la derrota. Si hay justicia en el deporte, este embaucador con doble nudo de corbata será recordado en los anales como lo que es: una vergüenza para el futbol.
Tomadura de pelo
Porque una cosa es que todo equipo de futbol utilice las armas de las que dispone para intentar obtener un resultado. No todos pueden jugar como España, ya quisieran ellos. Y otra muy distinta que cada saque del portero sea una descarada tomadura de pelo, cada falta recibida una patética simulación de daños mayores, cada resquicio una triquiñuela para perder tiempo. Conductas así son un oprobio para la FIFA, que bien haría en tomar medidas, evitando por ejemplo la increíble pasividad de un árbitro con quien no parecía ir esa permanente comedia bufona en clave persa.
Abrelatas Costa
Pues bien, incluso en esas condiciones extremas, la Roja supo salir airosa. Le costó lo que nos temíamos, incluso un poquito más por la exasperación, lógica, con la que nuestros chicos tenían que lidiar a la vista de lo acontecido. Pero consiguieron abrir la lata. Después de una primera parte de machacar en hierro frío, de tantear por un lado y por otro, de pecar de cierta lentitud en la ejecución y de habituarse al estercolero en el que Irán convirtió el partido, España encaró el segundo tiempo con otra cara. La defensa de seis, sí señores: de seis, de los persas dejó de parecer tan inexpugnable, empezó a atisbarse algún improvisado hueco por el que penetrar y al final Costa, que no perdió nunca la cara al partido, cazó de rebote el justo castigo a estos aprendices de salteadores de campo de futbol.
Convencidos
Después de eso, el equipo pasó seguramente más apuros de los necesarios. En condiciones ideales debería haber aprovechado el paso adelante del rival para matar el partido, para darle pausa en el centro del campo, para lanzar un gancho definitivo a la mandíbula. Pero el contexto había sido tan desagradable, tan irregular que resultaba imposible sacarse tanta mugre de encima y volver a un encuentro normal como si tal cosa. Y de igual modo que en otros tiempos no habríamos podido remontar a los portugueses, una España menos convencida de sus posibilidades habría acabado sucumbiendo al desaliento ante esa defensa cobarde de Queiroz. Pero ni con esas. En medio del gigantesco lodazal persa, al final terminó creciendo una flor. Era roja. Ganó el fútbol, perdió la patraña. Alá puede ser grande, pero me temo que España lo es bastante más. Espero que Portugal nos acompañe a la siguiente ronda, los iraníes no merecen otra cosa que un billete de vuelta a Teherán y una televisión para que le puedan mostrar a sus hijos cómo no tiene que comportarse un deportista.
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