DOMINGA.– El reggaetón nació en los años noventa en una de las islas más vibrantes del Caribe: Puerto Rico. Apenas unos 9 mil kilómetros cuadrados para un ritmo que estremece hoy a todo el continente y al mundo. Pero su ascenso tiene una verdad indeleble: fuimos las mujeres latinas –con nuestras caderas, cuerpos tropicales, vivos, sudados– quienes lo encumbramos y lo volvimos la fuerza disruptiva que es hoy.
Así como las minifaldas y los meneos de cadera escandalizaron cuando el rock irrumpió en los años sesenta –la década de movimientos sociales, de John Lennon, del asesinato de Kennedy–, el reggaetón provoca hoy el mismo pánico moral. Ese vértigo social de ver a las mujeres apropiarse del cuerpo, sacudir el glúteo de arriba a abajo sin tener que pedir permiso a nadie, desobedecer las coreografías del recato.
El verdadero escándalo no es el ritmo. Somos nosotras. Fuimos quienes llenamos los conciertos históricos –incluida la icónica gira de Bad Bunny, Debí tirar más fotos World Tour, que arrancó el pasado miércoles 10 de diciembre en México–. Fuimos quienes convertimos el perreo o twerk –baile caracterizado por movimientos rápidos y repetidos de cadera y sacudidas de glúteos– en ritual colectivo, entre amigas, risas, cervezas, incluso en protestas feministas.
Hicimos la declaración: mi cuerpo es territorio propio. Sin el perreo femenino, sin la liberación de cadera marcada sobre el beat, el reggaetón no tendría explicación. Y quizás Bad Bunny tampoco.
Benito Antonio Martínez Ocasio –Bad Bunny–, máximo exponente del género, volvió a ser en 2025 el artista más escuchado del planeta por cuarta ocasión consecutiva: 19.8 mil millones de reproducciones en Spotify. Eligió a la Ciudad de México para cerrar 2025, quizá el año más legendario de su carrera. Y aseguró que lo hizo a propósito: aquí quería decir adiós. La “CdMx” se convirtió en su tercera ciudad con más presentaciones, después de San Juan, en su natal Puerto Rico, y Madrid, España.
De sus ocho fechas en México, 66% de los boletos los compramos las mujeres. No es un dato sólo de Ticketmaster, la principal boletera. Es una declaración.
El fenómeno Bad Bunny: la devoción femenina que cambió las reglas
La mejor forma de describir este primer concierto de Bad Bunny en el Estadio GNP Seguros es, sin duda, love bombing: un golpe directo al sistema nervioso, un shot de neurotransmisores que explota el “cuarteto de la felicidad” –dopamina, serotonina, endorfina y oxitocina– a la vez. Placer, euforia y afecto disparados sin aviso.
Después de dos horas de concierto, con las canciones que ya las traemos tatuadas en el cuerpo –las cantamos en los antros, las sudamos en el perreo con las amigas, las gritamos en los despechos y hasta las barremos mientras hacemos el quehacer–, Benito se dedica a seducir. Pirotecnia que te retumba el pecho, escenografías que se mueven como si el escenario respirara, pantallas gigantes, luces que te atraviesan, un universo inmersivo; y su baile, ese vaivén que es casi hipnosis.
Uno de los momentos más esperados es La Casita. Los reflectores giran y revelan ese segundo escenario donde Bad Bunny canta sus temas más pegajosos. Ahí se acerca al público que casi nunca es el más privilegiado, los que no alcanzan mercancía oficial pero conocen cada verso de memoria.
Michel Tomé y María Valderrama, arquitectas por la UNAM, bailan frente a la casita sin preocuparse por nada más. Explican que ahora no importa hacerlo bien ni evitar el ridículo; importa moverse, sentir la energía, dejar que el ritmo te tome y te atraviese. Antes era técnica. Hoy es libertad.
Para otra chica, estar ahí con sus amigas se siente como una declaración amorosa del universo: los hombres pueden fallar, pero ellas y Benito no; la vida puede romperte pero la música siempre te sostiene. En esos instantes lo único que importa es bailar, cantar y abrazarse fuerte.
Eli lo tiene claro: Benito la hace sentir que entiende algo que casi nadie entiende. Habla de esa conexión que parece haberse extinguido en un mundo híperconectado. Lo resume con un verso que le pega directo: “Hace tiempo que no agarro a nadie de la mano, hace tiempo que no envío un ‘buenos días, yo te amo’”.
Y entonces llega el clímax. El cierre. La canción más simbólica y que titula su reciente álbum: ‘DTMF’. “Debí tirar más fotos de cuando te tuve… Debí darte más besos y abrazos las veces que pude… Ojalá que los míos nunca se muden… Y si hoy me emborracho, pues que me ayuden”. Con esas líneas que duelen y consuelan, Bad Bunny se despide y enciende el cielo de la Ciudad de México.
“El reggaetón es el nuevo punk rock”
Antes de que el género fuera el más escuchado del mundo y materia de seminarios, conferencias y papers, hubo pioneras que recibieron fuego. En 2010, la doctora en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana, la UAM, Dulce Martínez, decidió investigarlo cuando en México nadie se atrevía. Y lo pagó: burlas, rechazo, misoginia disfrazada de rigor académico. “Me preguntaban cómo, siendo mujer, podía estudiar esa música ‘que denigra a la mujer’ y que ejercía violencia simbólica y veían a la mujer como un objeto sexual. Que no era música. Que era basura”, recuerda.
En un congreso de una institución de prestigio, de la que prefiere no hablar, vivió un episodio de linchamiento simbólico. “Sentí que me querían quemar en una hoguera. Me trataron de bruja por hablar de reggaetón”. La acusaban de promover sexualidad descontrolada entre la juventud, violencia, caos. La misma retórica que en los sesenta acusó al rock de corromper a la juventud.
Aún así, resistió. Su argumento central: se debía estudiar el reggaetón, como en su momento se estudió al rock & roll o al punk. Porque ningún género nace aceptado; todos fueron acusados de corromper a la juventud. La historia se repite: sólo cambia el ritmo. Hoy sus investigaciones muestran que el reggaetón es complejo y que abrió una nueva pregunta académica: ¿se volvió político para las mujeres?
Hace más de una década, sus primeros hallazgos revelaban algo distinto: para las chicas, bailar reggaetón era una forma de seducción, de decirle al chico que les gustaba. Aún falta evidencia para concluir, pero proporciona un dato nuevo que ya es contundente: “colectivas feministas, como las Capuchas Rosas, usan el perreo como denuncia, como resistencia. Es decir: mi cuerpo no será dócil, no será disciplinado”.
La feminista y doctora en Ciencias Sociales por la UAM, Merarit Viera Alcázar, se atrevió a decirlo –casi como un pecado mortal dentro de su propio clan –: “El reggaetón es el nuevo punk rock.” Y terminó probándolo con el cuerpo.
Ombliguera puesta, tornamesa encendida, Merarit se convirtió en DJ de perreo feminista en un bar punk de Avenida Chapultepec, el Dirty Sound, en la colonia Doctores. Y ahí vio lo impensable: punks, rockeros, todxs perreando hasta el piso con Ivy Queen, puertorriqueña y pionera del reggaetón.
“Entendí todo: el reggaetón es romperlo todo. Incluso tus propios prejuicios”. Ese ritmo nacido en un pequeño territorio terminó sacudiendo un continente entero. Como el rock en los sesenta, es una revolución corporal. Y la hacemos nosotras.
Merarit lo explica para DOMINGA: “Ves a las chavas perreando y es idéntico al pánico moral de los sesenta, cuando las mujeres empezaron a mostrar su cuerpo con el rock & roll. Es el mismo miedo generacional”. El reggaetón –como el punk– cuestiona valores, desordena jerarquías y reescribe la sexualidad desde lo joven y lo latino.
Cuando lo latino se vuelve mainstream (y molesta)
El reggaetón nació en los años noventa como un género clandestino. Su origen se atribuye a Daddy Yankee y a otros artistas clave en el desarrollo del sonido del género, como DJ Playero, DJ Negro y DJ Nelson. Hoy suena en la Roma, Condesa, Polanco. Se perrea con varo. Se volvió mainstream. A eso la socióloga Dulce Martínez le llama “blanqueamiento”: cuando los hegemónicos adoptan lo que nació en los márgenes.
Y surge otra resistencia: la de los puristas. Ahí está Alex Syntek, quien en 2017 dijo en una entrevista con La Saga que el reggaetón “viene de los simios”. Una frase abiertamente racista. Las mismas palabras usadas contra el rock.
El miedo siempre es el mismo: el cuerpo femenino desobedeciendo. “Las chicas empiezan a accionar en cómo desobedecer”, explica Merarit. “Se trata de apropiarse de la sexualidad. En vez de negar o criminalizar a las chicas que bailan, hay que darles herramientas para ejercer una sexualidad libre y responsable”.
‘Desculonizar’ el pudor: la revolución estética
Nos enseñaron a las mujeres a odiar nuestro cuerpo: sentirnos gordas, insuficientes, impropias, reflexiona Merarit. Hoy, en talleres de twerk en el Museo de Arte Contemporáneo o en estudios independientes, las mujeres mueven la cadera sin pedir permiso. Porque ya no se trata de la flaca anglosajona: es la curva latina, la que El General inmortalizó en “Te ves bien buena” con su “tres libras de cadera no es cadera… Pareces una botella de Coca-Cola”. Cuerpos distintos. Cuerpos nuestros.
El etnomusicólogo de la UNAM, Ricardo González Luis, lo resume así: “el cuerpo es un territorio en disputa. Y el reggaetón es una insurrección”. No opera desde la razón, sino desde la emoción. Le da permiso al cuerpo de ser, aunque sea por un instante. La música entra como magia, como algo imposible de controlar.
Ricardo suele citar un libro clave para entender la disociación entre el ritmo y la letra: ‘La danza de la insurrección’, del sociólogo Ángel G. Quintero. La premisa es simple y poderosa: no importa si la letra de una salsa es tristísima, la gente la bailará y la cantará feliz. “Este autor hablaba de cómo se desprende la parte racional de la parte corporal y se le da permiso al cuerpo de ser. A partir de ahí me enganché y empecé a reflexionar sobre el reggaetón desde otras posibilidades: desde otras formas de encuentro y sociabilidad, sin importar sus letras”.
El twerk se castiga porque empodera
El reggaetón fue una salvación. Rebeca Arciniega, creadora de Nympha, Casa de Hadas, espacio comunitario, salía de una relación violenta. No tenía autoestima. Hasta que escuchó Oasis, el álbum colaborativo de ocho canciones de las superestrellas latinas J Balvin y Bad Bunny lanzado en 2019, en el que fusionaron el reggaetón y el trap. Cuando apareció, J Balvin declaró: “Sólo es el comienzo de la nueva ola mundial de la música en español. Creo que estamos haciendo una hermosa declaración”. Para Rebeca, esa declaración fue una puerta.
De ser rockera se transformó y eligió el reggaetón. “Sentí un apapacho latinoamericano. Dije: esto soy yo”. Abrió un local en la Narvarte y lo convirtió en un altar al perreo. Un espacio seguro donde el cuerpo no es pecado, sino resistencia. Un estudio rodeado de espejos, con luces rosas, grafitis rebeldes y dos gatos como guardianes. “Aquí he visto reconstruirse a mujeres. Llegan tapadas hasta el cuello y salen empoderadas, hechas unas perras, enamoradas de su cuerpo”.
En sus clases, ciertas frases se volvieron mantras: “Eso, mamona”, “Eres una mamacita”, “Tienes un culazo”. La ropa empieza a caer. El miedo también.
Xiomara Olvera, maestra de twerk con dos décadas en la danza, lo confirma: “El twerk no es sólo mover glúteos y caderas. Es fuerza, disciplina, proyección”.
El perreo es un estilo de baile dentro del reggaetón, centrado en movimientos de cadera y trasero; el twerk, en cambio, es una técnica más precisa, más exigente.
Este baile fue una revolución íntima. Fernanda Muñiz, instructora de twerk, llegó a él por un video musical: “Pour It Up”, de Rihanna. “Yo dije: quiero mover la cola así. Me encanta”. Lo que no imaginaba es que ese movimiento sería la entrada a su propio cuerpo. Vivía con dismorfia corporal: estrías, celulitis, vergüenza. Hasta que el twerk le devolvió una voz interna que creía perdida.
Bad Bunny como banda sonora emocional
El reggaetón dejó de ser fiesta para convertirse en lenguaje emocional. Lo sabe Cinthya Sánchez, periodista, que en sus 40 cayó rendida ante “Amorfoda” de Bad Bunny. La conquistó todo: esa voz tan particular con acento boricua y cadencia arrastrada, su estética tan poco convencional y, sobre todo, la letra que la atravesó como un dardo: “No quiero que más nadie me hable de amor, ya me la sé, ese truco ya lo pasé, esos dolores ya me los sé.”
Desde entonces no lo soltó. Siete años acompañándola como banda sonora en todas sus versiones. En Spotify ha sido su artista más escuchado durante tres años seguidos. Las canciones que conforman los álbumes Un verano sin ti y Nadie sabe lo que va a pasar mañana son la playlist de Cinthya para todo: amigas, fiesta, desamor, limpieza del sábado, escribir. Porque no es sólo el ritmo. Es lo que dice. Es cómo duele y cómo sana. “Vamo’ a disfrutar, que nunca se sabe si nos queda poco”, canta Bad Bunny El reggaetón y el boricua la mantienen joven.
Bad Bunny es un bálsamo y el recordatorio de que el presente importa, como dice la comunicóloga Nina Ramos: el último álbum Debí tirar más fotos también se trata de “vivir ahora, porque tal vez será nostalgia en 10 o 20 años”, dice.
Laura López, publicista, tiene canciones como parte de su identidad: “Sí, el reggaetón empezó siendo misógino. Pero evolucionó y Yo perreo sola y Soltera se volvieron mis himnos. Me siento empoderada y comprendida.”
Hoy el reggaetón existe en la mujer que ya no pide permiso. En la que habita su propio cuerpo. Porque la revolución no está en la bocina: está en la cadera que se atreve. En las mujeres latinas. En las que perreamos. En las que salimos con nuestras amigas. En las que rompemos. En las que vivimos. Y en un perreo con Bad Bunny, por un instante sentimos que el mundo vuelve a tener sentido.
GSC / MMM