Qué contenta se ve Marina de Tavira esta tarde de mediados de marzo. Cómo no: la segunda temporada de Un tranvía llamado deseo, igual que la primera, agotó las localidades. Una obra de teatro escrita por Tennessee Williams en 1947 es hoy un rotundo éxito. Qué maravilla, dice la actriz, volver a ser Blanche Dubois.
Se refiere a la profesora orillada al colapso emocional y que siempre ha dependido “de la bondad de los extraños”. Una frase que Williams inmortalizó en su, ¿por qué no?, denuncia social.
Setenta y siete años después, Marina de Tavira sabe por qué se maravilla de volver a ser Blanche: las contradicciones hacen poderosos a los personajes. Como decía Harold Pinter –uno de sus dramaturgos favoritos–, la ambigüedad los construye. Y Blanche, una antiheroína, es un ejemplo perfecto de complejidad. Se aferra a un pasado aristócrata que ya está muerto y sus modales, a los ojos de los espectadores, son anticuados. Pasados de moda.
Se revela a la conducta animalesca de Stanley Kowalski, su cuñado, un machista violento que sirvió en la Segunda Guerra Mundial –interpretado por el actor Rodrigo Virago–. La persigue la culpa por el suicidio de su esposo, a quien recriminó por ser gay. Perdió su trabajo por acostarse con varios hombres. Le dijeron promiscua. Abusaron de ella. Y aun así se aferra al príncipe encantador, prefiere la magia hasta el último acto. Eso, vaya, es un personaje.
En un camerino del Jardín Escénico del Centro Cultural del Bosque, la actriz rebosa entusiasmo porque, además, hace pocos días fue el 8M –y su rotunda manifestación con cientos de mujeres que protestaron en las calles– y con las funciones llenas en el Teatro Salvador Novo, Un tranvía llamado deseo viene muy a propósito. Hace casi 80 años, Tennessee Williams se puso a hablar de machismo, misoginia, violencia de género y violencia doméstica. De homofobia, xenofobia y clasismo: todo en una obra que ganó el Pulitzer.
Tennessee Williams, dice De Tavira, criticó en aquel tiempo lo que todavía no se denunciaba en las pancartas y consignas de las manifestaciones sociales. Casi que dijo a las sociedades occidentales: tenemos estos cánceres.
La actriz mexicana que estuvo nominada a un Oscar en 2019 por la cinta ‘Roma’, nieta del empresario Lorenzo Servitje, reflexiona sobre estos tiempos en entrevista con DOMINGA.
–Williams lo empezaba a vislumbrar. Y lo muestra divino, porque está insertado en la obra pero no te das cuenta. Es la historia de unas hermanas y el esposo de una de ellas, en un Estados Unidos de la posguerra. Y de pronto, ¡boom!, Williams habla de todos estos temas.
–Hoy se les llama “radicales” a las feministas que ya no piden las cosas por las buenas.
–A las mujeres de mi generación y las anteriores nos ha sido importante ver el movimiento de las mujeres más jóvenes que surgió desde un dolor profundo. Desde una rabia contundente frente a las atrocidades y el horror que se atestigua contra ellas, pero también contra las infancias y contra los hombres.
Un mundo de la violencia, básicamente, sintetiza la actriz. Pero no frena el análisis: para que el movimiento feminista actual sea posible, sigue, existieron los feminismos anteriores. Existieron todas las barreras que rompieron las mujeres predecesoras. De Tavira no deja de impresionarse cuando se da cuenta de que ese mundo está cerquita: cuando ella nació, no todas las mujeres votaban en el país. Su mamá no hubiera podido sacar una cuenta de banco sin permiso de su papá.
–Eso pasó hace nada –dice impresionada. Los movimientos de las mujeres, enfatiza, están conectados y comunicados. Se miran unos a otros. Cada uno es la lucha de un tiempo.
El padre de Marina de Tavira, precursor del teatro penitenciario
Para entender por qué Marina de Tavira es hoy Blanche DuBois, valdría la pena remontarnos a su papá, Juan Pablo de Tavira, criminólogo y abogado, que quiso estudiar para convertirse en hombre de teatro, en un tiempo en que se pensaba que esa no era una profesión de verdad. Estudió Derecho, pero se las arregló para tomar clases en la Escuela Nacional de Arte Teatral, cosa que no tuvo el visto bueno de Lorenzo Servitje, fundador de Grupo Bimbo y abuelo de Marina.
“¡En mi casa, titiriteros no!”, exclamaba el empresario fallecido en 2017, a quien ella consideraba un hombre culto y recto. De mucha disciplina. En su casa, por ejemplo, no había televisión. Y la actriz deduce que eso incentivó a que Juan Pablo echara a volar, en compañía de sus hermanos, la imaginación teatral: escribía, actuaba y dirigía obras de teatro.
La influencia de Servitje hizo que Juan Pablo tuviera también un papel importante en el sistema penitenciario mexicano. Fundó y fue el primero en dirigir el penal de Almoloya de Juárez. Pero nunca soltó su pasión: se convirtió en precursor del teatro penitenciario. Impulso que los mismos presos fueron actores de las obras, lo que fue una novedad en su momento.
Así llegamos a Marina, nacida en 1974 en la Ciudad de México. De niña, vio bastantes y diversas obras de teatro en muchos reclusorios y, más tarde, incluso en Almoloya. En casa, su papá hizo un salón de teatro con todo y vestuario, y tenía su propio grupo teatral: ensayaban en las noches, después de su vida de funcionario público. Con ese pequeño universo en casa, Marina jugaba a ser actriz. Su papá la llevaba a las obras que montaba el destacado dramaturgo, y su tío, Luis de Tavira. Ella ha recordado en algunas entrevistas que entrar al camerino y saludar a los actores después de la función, son algunos de los recuerdos más emocionantes de su niñez.
Su formación actoral se extendió por largo tiempo. Estudió en el extinto Núcleo de Estudios Teatrales y en la Casa del Teatro, en Coyoacán. Después de los 25 años, hizo su debut: se graduó con La fábrica de los juguetes, de Jesús González Dávila. “Las cosas son como tienen que ser para cada quién”, dijo Marina en una entrevista en el programa TAP, de Canal Once.
Tuvo algunas experiencias de trabajo previas, como ser alternante de Arcelia Ramírez, en Las mujeres sabias. Le ofrecían protagónicos de telenovelas, pero tenía que dejar la escuela. Se aferró a sus estudios. Al teatro. Desde entonces ha participado en unas 30 obras dirigidas por quienes ella considera, hoy, sus maestros, como Benjamín Cann, Sandra Félix, Raúl Quintanilla, Luis de Tavira y varios más.
Llegó al cine en 2005, con la película Hijas de su madre: Las Buenrostro, bajo la dirección de Busi Cortés. Ha participado, a partir de ahí, en más de 15 largometrajes. Destacan: Efectos secundarios (2006), de Issa López. Cinco días sin Nora (2008), de Mariana Chenillo. Ana y Bruno (2018), de Carlos Carrera. Y la multipremiada, ganadora del León de Oro en el Festival de Cine de Venecia y del Óscar a la Mejor Película Internacional, Roma (2018), de Alfonso Cuarón. Marina fue nominada a Mejor Actriz de Reparto. No ganó pero se convirtió en la cuarta y hasta ahora última mexicana reconocida por Hollywood en esa categoría.
Su formación no ha parado. Para cada nuevo proyecto, confiesa, vuelve a ser estudiante: nunca aborda los personajes desde un mismo lugar. Estudia autores que la llevan a otros. Es un camino interminable. Cada director, sea de teatro o cine, es un maestro. Su papá, de alguna manera, también lo fue. Esto viene a propósito porque la cárcel, como metáfora, prevalece en las obras que elige: la cárcel que crean y en la que se encierran los personajes. Como pasa en Un tranvía llamado deseo.
–El amor de mi papá al teatro era gigante y lo plasmó en los penales. Ese teatro para mí es importante, pero soy espectadora: creo que tienes que estar curtido de una manera muy particular para poder entregarte a ello, y dedicar tus esfuerzos a promoverlo, a dirigirlo. Debes tener esa madera y corazón.
Cuando era joven, Marina de Tavira dio clases de actuación en un correccional de menores. Qué duro y triste es para ella recordar las historias que ahí conoció. Se dio cuenta de que no era lo suyo. Pero gracias a esfuerzos de gente que admira, ese teatro sigue y transforma vidas: conoce a personas que hicieron teatro en la cárcel y, tras alcanzar la libertad, siguieron ese camino.
El camino que siguió para interpretar a Blanche DuBois
Jessica Tandy ganó un Tony por ser Blanche. Vivian Leigh se llevó el Óscar por el mismo personaje en la versión cinematográfica, con Marlon Brando como Stanley. DuBois pierde a su familia, su propiedad. Se deprime. Sus acciones son juzgadas por la sociedad. ¿En qué consistió su proceso para ser Blanche?
Para empezar Marina de Tavira tiene que decir que, en esta profesión, se necesita rigor. Y ella tiene su propio método interpretativo: cuando se mete a un proyecto, regresa a los libros. Analiza al personaje. Voltea fascinada al contexto social de entonces. Se compromete de verdad. Para ser Blanche se metió de lleno al trabajo emocional de la mano de su director –Diego del Río– y de sus colegas de reparto: Rodrigo Virago y Astrid Mariel Romo, quien interpreta a Stella, hermana de Blanche, entre otros. Después, a los ejercicios y a los ensayos.
Con esa faena previa, expone, se logra encarnar y hacer crecer a un personaje. Y se llega al, como dice, estado del alma. Así construyó el laberinto de emociones de la desdichada Blanche DuBois. Es una cosa que Del Río llama el monstruo del personaje. La huella de la herida primigenia. Hay que desenredar el texto: hallar el tejido de la trama.
–Es poner tu propia herida también al servicio del personaje –declara Marina. Y no le apena expresar, al contrario, se enorgullece, que a ella le cuesta trabajo desprenderse de los personajes que interpreta: cómo no va a ser difícil si ella los construye, además, con sus propias experiencias y emociones.
–Eres de la idea de que el dolor de los personajes cura al actor. ¿Cómo te ha curado Blanche DuBois?
–Este personaje me ha ayudado a sentirme menos sola en los propios abismos en los que a veces la vida y sus circunstancias me arrojan por mis propias locuras personales. Porque a veces la soledad puede ser tremenda. ¡Ay! Sentir que no hay quien te comprenda o acompañe en el dolor, en la tristeza, en la desolación. A mí, Blanche me ha hecho pensar mucho en eso. Y en que hay que cultivar las relaciones que te son sanas y acompañan. Que te ayudan.
Lo que vino después del aplauso unánime de ‘Roma’
Más de uno pensó que, tras su nominación al Oscar, Marina de Tavira se mudaría a Hollywood: Roma fue un éxito internacional. Qué equivocados estuvimos: al otro día de concluir la promoción de la cinta, la actriz iniciaba ensayos para su siguiente obra en México: Tragaluz, bajo la dirección de su tío, Luis de Tavira.
Prestó su voz para la puesta en escena Blindness, basada en Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. Luego, volvió al escenario con Consentimiento, que dirigió Enrique Singer y que ella coprodujo como parte de Incidente Teatro, compañía productora de la que es cofundadora. No han faltado las oportunidades y llamados de cine. Apareció en la película de Hari Sama, Esto no es Berlín. En otra de, sí, corte hollywoodense: Reminiscence, al lado de Hugh Jackman. Lo que siguió fueron dos películas mexicanas y un proyecto televisivo. Pero a lo que le ha puesto todo su empeño es al teatro.
Lo ha dicho hasta el cansancio: ella es una actriz de teatro. Cuando estrenó Consentimiento, Marina dijo en entrevista con Cartelera de Teatro que estar bajo la mirada de todos fue una excepción en su vida que vivió por la película de Alfonso Cuarón. Ella se entregó al proyecto, se divirtió. Hasta ahí.
–El teatro es mi vida –confirma Marina.
Esta tarde de marzo, en el camerino, la actriz usa un abrigo amarillo largo. Tiene le cabello suelto y, pese a que ha respondido a preguntas de los periodistas sobre la segunda temporada desde temprano, se ve fresca. Es cordial. Su química con el actor Virago es poderosa: una primera temporada exitosa los ha fortalecido y, dicen, van con todo para la segunda, que concluye este 12 de abril.
–Cuando eso pasó en mi vida –dice refiriéndose el aplauso unánime a Roma–, yo ya llevaba años haciendo teatro. Ahí encontré mi lugar, que considero hermosísimo y que es, para mí, uno de los lugares donde he sido más feliz: el teatro mexicano.
En otras palabras: ¿para qué buscar en otro lado? Su carrera antes de Roma no fue muy mediática. La gran fama no ha sido parte de su vida. Y la proyección que le dio la película, no la buscó. Admite que, de todas formas, todo en su carrera cambió. Llegaron más proyectos. Pero también, curiosamente, trabaja menos: dice sí a aquellos en los que encuentra lo que quiere decir. No importa tanto su proyección. Y ganar premios, no le quita el sueño.
Lo cual no quiere decir que se cierre a propuestas interesantes, pero si ella va a emprender una nueva aventura interpretativa será en escenario azteca. Porque en su país está la sociedad a la que quiere hablarle. Es la comunidad que más le importa. Se quiere quedar y hablar en México. De ninguna manera desligaría su profesión de la responsabilidad social. Quiere una vida más tranquila, disfrutarla. Y atribuye su éxito como actriz a su persistencia y necedad, a un amor enorme a ese mundo que la convocó desde niña.
–Este es mi idioma. Esta es mi gente. El teatro mexicano es mi hogar. En el momento en que llegue una propuesta que me parezca tan increíble como para cambiarla por una segunda temporada de Un tranvía llamado deseo, la tomaré. Pero, para mí, el teatro es más importante. Es la verdad.
El aquelarre de personajes e historias que guarda Martina de Tavira
Andréi Tarkovski hacía cine para que las personas sintieran que la película hablaba de ellas. La misión se cumplía, explicaba el ruso, cuando un espectador, aunque fuera uno, decía: “¿Cómo supo usted que esa era mi vida?”. Eso ella misma lo ha experimentado en carne propia como espectadora. Lo sintió, por ejemplo, hace ya unos años, cuando vio a Arcelia Ramírez en Guía de turistas, en el Centro Cultural el Bosque. Por eso se enamoró del teatro. Por esa sensación de que, aunque la arena dramática esté en una ciudad contemporánea o en la Nueva Orleans de 1947, los espectadores se vean a sí mismos.
–Las lágrimas del de la butaca de al lado son las mías y son al mismo tiempo suyas nada más. Es esa posibilidad de encontrar algo que nos representa. Por eso hago teatro.
En el camerino, De Tavira cita a Blanche en sus conversaciones con su hermana Stella: “a los hombres no les interesa lo que consiguen con demasiada facilidad”. Confiesa que, para ella, es doloroso el melodrama de Blanche porque se parece a como ella creció: percatarse de que no había trato igualitario para hombres y mujeres. Que ellos sí podían hacer y deshacer. Creció con esa disparidad. Todo estaba permitido para ellos y lo prohibido, para ellas.
Lo sexualmente concedido a los varones, era terriblemente juzgado si lo hacía una mujer. Cuando, en 1947, Blanche revela a Mitch –un hombre de la clase trabajadora, amigo de Stanley– que se acostó con hombres, él no sólo la rechaza: hasta quiere abusar de ella. Pero nadie le pregunta a Stanley con cuántas mujeres se acostó o a cuántos prostíbulos fue cuando lo mandaron a la guerra.
–Y hablo específicamente de la sexualidad: de cómo se juzga a las mujeres, [que fuera] tremendo que Blanche haya tenido que ver con muchos hombres. ¡Imperdonable!
En los tiempos de Tennessee Williams la sociedad te excluía si eras una mujer separada. El día de hoy, contrasta la actriz, es un cambio abismal gracias al movimiento feminista que, hasta hoy, no tiene tregua. Esto logra el teatro: mover las fibras del público. Lo ve como una experiencia estética entre actores y espectadores. Mientras exista el teatro, reafirma, tenemos esperanza como sociedad. Porque el teatro y el personaje siempre indagan en el alma humana.
No se harta de decirlo: los personajes han alimentado su existencia al 100 por ciento. Será por eso que le cuesta trabajo desprenderse de ellos. Se ve a sí misma como una actriz con corazón de condominio: allí pone a sus personajes y sus historias. Blanche, por supuesto, ya se mudó ahí y se quedará para siempre.
GSC/ASG