La puerta trasera del edificio se cerró y él quedó frente a un callejón con paredes de ladrillo. Roberto, una de millones de personas que se quedaron sin trabajo en medio de la pandemia del coronavirus, estaba molesto porque tuvo que usar la puerta de atrás de la clínica.
El miedo y la pena se apoderaron de él cuando empezó a asimilar lo que le acababa de decir el médico.
“Es posible que tenga el virus, tiene los síntomas", le dijo el doctor detrás de su mascarilla, desde el otro lado de una sala.
De repente le vinieron a la mente los cientos de miles de personas que han muerto en todo el mundo por el mal. Ese puedo ser yo ahora, pensó.
Este mes la Associated Press habló del caso de Roberto, un cocinero de restaurante treintañero, y su esposa Janeth, cuarentona y que trabaja también en restaurantes. A esta pareja hondureña le está costando alimentar a su hija de cinco años, Allison.
Fu a Estados Unidos ilegalmente hace años y son parte de los 36 millones de personas que se quedaron sin trabajo a raíz de la debacle económica causada por el virus. Desde que surgió el brote se pasan los días haciendo cola en comedores comunitarios, tratando de averiguar dónde regalarán comida u ofrecerán empleos temporales, y compartiendo los pocos alimentos que obtienen con familiares que están peor que ellos. La AP no publica sus nombres completos y alguna otra información que permita identificarlos porque corren peligro de ser deportados.
Roberto fue a la clínica porque pensó que tenía alergias. Janeth no se sintió bien y también fue ha hacerse una prueba más adelante. Días después sonó el teléfono y les dieron la mala noticia: Los dos tenían coronavirus.
Ahora Roberto y Janeth se encierran en la habitación de su departamento en el sótano de un edificio de las afueras de Washington, tratando de evitar todo contacto con Allison para que no se contagie.
Con sus padres encerrados, la niña se asoma por la ventana de su habitación para verlos y juegan a esconderse. Otras veces apoya la oreja contra la puerta de la habitación de ellos y trata de adivinar lo que están haciendo. De noche ellos la oyen llorar mientras se duerme sola.
Todas las noches Janeth mira hacia una ventana por la que entra luz y reza.
“Pido por mi hija. Quiero morir en mi patria, Honduras, algún día. Sería durísimo morir aquí”, relata.
La familia es parte de los 12 millones de migrantes que vivirían en Estados Unidos sin permiso de residencia y que no pueden recibir ayuda del gobierno. Esto, según expertos en temas de salud y de política, es contraproducente: Si estos migrantes son marginados del sistema, es mucho más difícil hacerlos participar en las medidas de distanciamiento social, confinamiento y de rastreo de contactos, pasos estos vitales para contener la propagación del virus.
Son también parte de uno de los sectores más vulnerables al virus, que no pueden trabajar desde sus casas y se ven obligados a salir constantemente de sus viviendas para buscar comida. Las estadísticas indican que la tasa de muertes por el coronavirus entre los hispanos es más alta que las de los blancos.
En el Upper Cardozo Health Center del noroeste de Washington, donde Roberto se hizo la prueba del coronavirus, el personal médico sabe que decirles a los pacientes pobres que deben quedarse en sus casas a menudo implica impedirles buscar formas de sobrevivir. Permanecer en casa para evitar contagiar a otros implica que las familias pierden sus trabajos y no pueden pagar los alquileres ni comprar comida ni medicinas.
El doctor José Luis Núñez Gallegos, asistente del director de medicina, explicó que el personal de la clínica no quiere faltarle el respecto a la gente al hacerla salir por la puerta de atrás, que lo hacen para evitar el riesgo de contagiar a otros que buscan tratamientos de rutina.
En su casa, Roberto se siente afiebrado. A Janeth le sangra la nariz y le duelen los pulmones.
Pone a hervir limones, cebolla y jengibre, pero se da cuenta de que no podía sentir el sabor ni el olor del ungüento que usaba la pareja, un síntoma común del coronavirus.
El día que a Roberto le informaron que se había contagiado llegó una llamada vía FaceTime de la hermana menor de Janeth, Arley, quien estaba confinada a su departamento de Baltimore, sin auto y con tres hijos menores de 14 años.
Todo parecía estar bien cuando Janeth la visitó unos días antes para llevarle comida y ambas se abrazaron.
Ahora Janeth se sorprendió de lo que veía en el teléfono: Su hermana yacía en la cama de un hospital, agotada y con problemas para respirar. Janeth recordó el abrazo y se sintió culpable.
“No te sientas mal, hermana. El virus nos pilló a las dos", le dijo Arley.
FS