Anna Wintour quiere que nos reunamos para almorzar en el Ritz de Londres, pero cuando pregunto por una mesa para una entrevista del FT, el restaurante me rechaza. Una llamada de uno de los dos asistentes personales de Wintour más tarde, y la recepcionista envía un correo electrónico para disculparse: “No sabía que iba a asistir con Anna Wintour”.
Ser la editora en jefe de Vogue durante muchos años, y la inspiración para el arrogante papel protagónico que interpretó Meryl Streep en la adaptación cinematográfica de 2006 de El diablo viste a la moda (The Devil Wears Prada), debe de ser una de las muchas ventajas de conseguir mesas inalcanzables.
Wintour preside la denominada biblia de la moda desde hace 35 años, y su fama e influencia lo único que ha hecho es aumentar a medida que el poder de las revistas y la marca Vogue han ido menguando. En 2020, apenas unos meses después de los rumores de que pronto renunciaría en medio de acusaciones de prejuicios raciales --se disculpó por sus “errores”-- la ascendieron a directora editorial global de Vogue y directora global de contenidos de Condé Nast, un cargo que le permite supervisar todas las revistas de la casa editorial en 32 mercados (con excepción de The New Yorker).
Llego 15 minutos antes a un restaurante vacío y me conducen a una sala semiprivada al fondo. Es un espacio anticuado con una alfombra de enrejado rosa y verde y ormolu francés, medio oculto por pesadas cortinas de brocado. Justo cuando dejo el bolso en el escabel, aparece un mesero vestido de negro y me dice que estoy sentada en el sitio preferido de Anna. ¿Me puedo mover a otro? “Es mejor que estas cosas empiecen bien”, me advierte.
¿Todos los clientes VIP del Ritz reciben este trato? Lo dudo. Existe un mito en torno a esta editora de 73 años que inspira una diferencia similar a la que se tiene con la realeza. Se la ha comparado con el Rey Sol, que impone una obediencia total a sus cortesanos en el ámbito de la moda; más recientemente, se la comparó con la fallecida reina Isabel II, emperatriz de un imperio en decadencia. Pero, sin duda, Isabel II, con sus trajes pastel y sus recatados collares de perlas, nunca inspiró tanto terror.
Wintour llega sonriente y me dice que no quiere comer. “Me resulta bastante difícil comer y ser entrevistada, así que creo que voy a esperar, pero por favor, pide algo”.
Me pregunto si debería explicar el formato del Almuerzo con el FT, pero decido no hacerlo. Pido lo primero que veo en el menú vegano: un plato de ñoquis. Un mesero sirve una botella de San Pellegrino en la copa de tallo largo de Wintour.
Septiembre es el mes de Wintour, por las semanas internacionales de la moda, porque celebró su primer desfile de Vogue World en Londres: un espectáculo de media hora que mezcla teatro, ópera, Annie Lennox y una pasarela multimarca con Cindy Crawford, Christy Turlington, Naomi Campbell y Linda Evangelista.
Wintour está a punto de anunciar que un miembro de mucho tiempo de su equipo, Chioma Nnadi, la editora de Vogue.com, va a sustituir a Edward Enninful al frente de British Vogue. Durante seis años se posicionó como el heredero al trono estadounidense de Wintour, pero ella no muestra indicios de estar dispuesta a renunciar a él. “Me encanta lo que hago”, dice. “Me representa un reto constante”.
Nnadi no asumirá el título de editor en jefe, sino de jefe de contenido editorial. Desde el ascenso de Wintour en 2020, ella y Condé Nast han sustituido a editoras de alto perfil como Emmanuelle Alt, de Vogue París, y Emanuele Farneti, de Vogue Italia, por talentos más jóvenes y menos costosos que no han recibido los mismos títulos ilustres que sus predecesoras (Margaret Zhang, de Vogue China, es la excepción). La idea, dice Wintour, es “asegurarse de que todo el mundo sienta que es un día diferente, y que todos estamos trabajando juntos como una red global”.
En cuanto a las contrataciones, Wintour dice que tiene “una regla: alguien a quien me complazca ver cuando lo veo en mi oficina o si me lo encuentro por la calle”.
La música del piano y el ruido de los cubiertos llegan desde el comedor principal. Un mesero coloca un pan rústico de aspecto suave y un plato de mantequilla (presumiblemente vegana) a mi lado. Me siento tentada, pero me siento demasiado cohibida para hacerlo sola.
Wintour lleva un vestido largo y ceñido de encaje floral burdeos y azul marino de la marca italiana Marni; en su garganta centellean hilos de piedras de color rosa y amatista.
Aunque el salón está poco iluminado, ella mantiene puestos sus lentes oscuros Chanel; Un miembro de su familia me dijo una vez que son anteojos con graduación y que no puede ver bien sin ellos. Ella sonríe a menudo y se ríe con facilidad, pero los lentes oscuros son un escudo de dos vías contra el contacto visual.
Esta no es mi primera oportunidad de observar a Wintour. Hice prácticas en Voguea principios de 2008, poco después de que la revista publicará el que entonces era el número de septiembre más grande de su historia --840 páginas, de las cuales 727 eran anuncios-- y que se convirtió en el tema de un documental tremendamente popular de RJ Cutler.
Condé Nast se encontraba entonces en el punto máximo de su poder financiero y de reputación. Los editores iban al trabajo con chofer, algunos desde lugares tan lejanos como
Connecticut, en limusinas (incluso como becaria, tenía acceso regular a una). Sus ubicaciones en las mesas de la fiesta anual de Condé Nast fueron objeto de una cobertura obsesiva en The New York Post y en un nuevo sitio de chismes llamado Gawker. Lehman Brothers se declararía en quiebra ese mismo año y la industria de las revistas nunca se iba a recuperar.
Se hizo el silencio cuando Wintour entró en el vestíbulo de la entonces sede de Condé Nast en el número cuatro de Times Square. En mi primer día, un compañero en prácticas me advirtió que nunca hiciera contacto visual.
Años más tarde, regresé a Condé Nast, luego a su sede internacional en Londres, para iniciar Vogue Business, que se lanzó a principios de 2019 sin la participación ni la aprobación de Wintour.
El mesero regresa para volver a llenar su copa con San Pellegrino. Ella le dice que puede quitarle el plato.
Wintour llegó a la mayoría de edad a finales de la década de 1960 en Londres, en medio de la Beatlemanía, los Rolling Stones y las faldas de Mary Quant, que dejaban al descubierto los muslos. “Crecí en una época en la que las mujeres todavía dejaban la mesa para que los hombres pudieran fumar sus puros y hablar sobre los verdaderos problemas del día”, dice.
La suya fue una infancia privilegiada, con una casa en Phillimore Gardens, cerca de Holland Park, ahora una de las calles más caras de Londres (el año pasado el precio promedio de una casa era de 23.8 millones de libras). Su madre era crítica de cine y su padre editor del Evening Standard, donde su manera de ser tan exigente le hizo ganar el apodo de “Chilly Charlie”. Es una descripción que Wintour rechaza.
“Él no era una persona crítica. Escuchaba muchas historias sobre la fuerte presencia que tenía en la oficina, pero nunca vimos eso en casa. Era muy cariñoso y amable y solo quería que siguiéramos nuestro propio camino”.
Sin embargo, fue su padre quien sugirió que Wintour escribiera “editor de Vogue” en un formulario de carrera profesional en la escuela. “No creo que lo hubiera pensado si él no hubiera sido tan…específico”.
ella dice“Solo tengo que asegurarme
De que las cosas se están haciendo bien”
Es posible que la semilla se plantó temprano, pero el viaje de Wintour hasta la cima del mástil no fue un ascenso directo. Dejó la escuela a los 16 años. “Para ser honesta, no era muy buena en eso”, dice. “Y quería ser independiente y hacer mi propio camino”. Su teléfono comienza a zumbar en silencio, pero ella lo ignora. “Era una combinación de ser una estudiante floja y tener hermanos y hermanas que eran muy estudiosos”.
Aceptó trabajos en el área de ventas de Biba y luego de Harrods. Su padre la ayudó a conseguir su primer trabajo editorial en el título de moda Harper’s & Queen, donde impresionó al personal con su ropa de diseñador y su impecable cuidado. Luego, cuando tenía veintitantos años, se mudó a Nueva York, donde disfrutó de un anonimato que no podía tener como hija de un famoso editor de periódico en Londres: “A nadie le importa un diablo de dónde vienes o a dónde fuiste a la escuela”.
Una temporada en Harper’s Bazaar precedió a su paso a la revista New York, donde una vez convenció a Jean-Michel Basquiat para que pintara un cuadro para una sesión de fotos de moda. Entre los que se dieron cuenta se encontraba Alexander Liberman, el brillante pero ladino director editorial de Condé Nast, quien llamó a Wintour “un par de veces antes de que se le ocurriera un puesto en el que encajaba perfectamente”.
Ese puesto era el de directora creativa de Vogue, un trabajo que antes no existía y, para gran molestia y alarma de la entonces editora de la revista, Grace Mirabella, no dependía de ella sino de Liberman.
De Liberman, Wintour aprendió a “que las reuniones debían ser muy breves. Era muy, muy decidido. Entendía la creatividad, la cultivó, la valoró y también fue excelente separando su vida personal privada (de) su vida laboral”. Tenía, recuerda riendo, “un escritorio sin nada encima, excepto que, como supe más tarde, un timbre debajo, de modo que cuando terminara contigo, alrededor de cinco minutos, su asistente podía entrar y sacarte rápidamente”.
El mesero regresa con una modesta ración de ñoquis, que se quedan enfriando sobre la mesa.
En 1985, Liberman y el propietario de Condé Nast, Samuel Irving (SI) Newhouse, la enviaron de regreso a Londres para editar British Vogue. Fue allí --después de que despidió a la mayor parte del personal-- donde Fleet Street comenzó a pintarla como una reina de hielo.
Wintour dice que ha hecho todo lo posible por ignorar las caricaturas de los tabloides. “A veces tienen una imaginación muy viva. Espero sinceramente que los compañeros con los que trabajo sepan quién soy y cuáles son nuestros valores comunes. Sin duda sé muy bien que (mi hijo) Charlie y (mi hija) Bee tienen una idea muy clara de lo que soy y lo que no soy”, dice con una risa suave.
A medida que su perfil crecía, ¿sintió la necesidad, como ocurrió con su difunto amigo Karl Lagerfeld, de desarrollar una personalidad pública separada?
Wintour, que no pronuncia ni un solo “um” durante nuestra entrevista, hace una larga pausa. “Karl era muy bueno separando su personalidad pública de la privada. Lamentablemente, creo que era bastante solitario, en muchos sentidos. Y no es que no tuviera amigos cercanos, sin duda los tenía. Pero gran parte de su vida privada estaba relacionada con…” Deja sin decir la palabra “trabajo”.
“Para mí, cuando estoy en casa con mis hijos, mis nietos y mis amigos, no hablamos de trabajo. Jugamos tenis y juegos tontos. Ese es mi consuelo”.
El regreso de Wintour a Londres fue un desafío en otros sentidos. “Mi esposo era jefe de psiquiatría infantil en Columbia y, con mucha razón, no quería renunciar a su puesto. Así que viajábamos bastante”, recuerda. “Tuve a mi hijo Charlie y luego quedé embarazada de mi hija, así que sentí que estaba eternamente embarazada…al final me pareció que quedarme en Londres a largo plazo no iba a ser viable”. Regresó a Nueva York para editar House & Garden durante unos meses antes de que Newhouse le ofreciera el trabajo que su padre había elegido para ella hacía tantos años. Mirabella se enteró en un noticiero de televisión que la habían despedido. Le doy un mordisco a los ñoquis, que ahora están tibios pero sorprendentemente cremosos y deliciosos, y presiono sin éxito para obtener más detalles.
La primera portada de Wintour en noviembre de 1988 marcó un nuevo tono para Vogue y también para la moda en general. La modelo Michaela Bercu fue fotografiada en la calle sonriendo y natural, con los ojos entrecerrados, vestida con un top de Christian Lacroix y sus propios jeans en una mezcla que se conocería como high/low. Fue un alejamiento de las portadas artificiales tomadas en un estudio del pasado de Vogue.
A pesar de su creciente fama, la posición de Wintour no siempre fue segura. A raíz de la recesión de 1990, las páginas de anuncios de Vogue cayeron mientras que las de sus rivales Harper's Bazaar y Elle aumentaron. Newhouse aconsejó a Wintour, que a veces se mostraba reticente a la hora de presentar productos de los anunciantes en sus páginas, que “siguiera el dinero”. Y ella lo hizo.
De vez en cuando aparecían en la prensa informes de que ella dejaría Vogue, alcanzando su punto máximo en 2018, y nuevamente durante las protestas de Black Lives Matters en 2020. En ambas ocasiones obtuvo un ascenso: primero como directora artística de Condé Nast, que le encomendó la supervisión de los títulos de la editorial en Estados Unidos (excepto The New Yorker y Vanity Fair), y más tarde como directora editorial global de Vogue y directora de contenidos de Condé Nast.
Es probable que Condé Nast no pueda darse el lujo de perderla. Los anunciantes publican anuncios en Vogue no solo porque creen que así venderán ropa, sino también para asegurarse el favor y el consejo de Wintour. Con frecuencia la consultan inversionistas que buscan marcas jóvenes a las que respaldar y ejecutivos que buscan un nuevo director creativo.
Cuando la fotógrafa de Vogue, Annie Leibovitz, se enfrentaba a la quiebra en 2009, Wintour le encontró un respaldo; también se dice que ayudó a conseguir un trabajo en la Maison Margiela en 2014 para el diseñador John Galliano, que fue despedido de Dior en 2011 después de hacer comentarios antisemitas en un video muy difundido.
Luego están otras iniciativas que refuerzan las ventas, como Vogue 100, un club cuyos miembros pagan 100 mil dólares al año para acceder a los eventos organizados por Wintour y la revista.
La delegación no se encuentra entre los talentos gerenciales de Wintour. Es conocida por controlar hasta el último detalle de la Met Gala, hasta las ubicaciones de las mesas y los ingredientes del menú. ¿Cómo concilia eso con sus crecientes deberes? “Dios está en los detalles”, responde. “Pero no soy una persona creativa. No puedo dibujar, no puedo hacer un boceto, no puedo hacer nada. Solo tengo que asegurarme de que las cosas se están haciendo bien”.
Un horario rígido ayuda. Se levanta temprano, pasa una hora en el gimnasio y llega a la oficina casi todas las mañanas a las 8:30. Dice que siempre sale de la oficina a una “hora razonable”, lo bastante temprano para ir al teatro o a una sesión privada de cine. Los fines de semana los pasa en su gran finca de Mastic, en Long Island, con sus hijos y tres nietos. En una ocasión declaró al Financial Times que parte de lo que quería de la casa era un lugar donde guardar sus colecciones.
“Colecciono todo tipo de porcelanas y cerámicas”, dice, y se ilumina al mencionar a productores británicos como Clarice Cliff, Susie Cooper y Quentin Bell.
Le pregunto si ya leyó la biografía que Amy Odell publicó sobre ella el año pasado. No concedió una entrevista a Odell, pero tampoco disuadió a sus amigos y colegas de hablar con ella. Me mira mientras bebe un largo sorbo de San Pellegrino. “No lo he leído”.
Ya pasaron casi 90 minutos y Wintour tiene otra reunión. Se disculpó porque no almorzó. “Está bien”, dice, levantándose mientras el mesero le retira la silla. “Desayuné mucho”.
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