A lo largo de la historia china, se creyó que el dominio de una línea imperial seguía un patrón conocido como el ciclo dinástico. Un líder fuerte y unificador establece un imperio que se levantará, florecerá, pero eventualmente caerá, perderá el mandato celestial y será derrocado por la siguiente dinastía.
De manera similar al “derecho divino de los reyes” en Europa, el mandato celestial difería en que no otorgaba incondicionalmente al emperador el derecho a gobernar el Imperio Celestial.
Mientras estaba en el trono del dragón, el “hijo del cielo” tenía poder total sobre sus súbditos. Pero no tenía que ser de noble cuna y podía perder su mandato por ser indigno, injusto o simplemente incompetente.
El derecho de la población a rebelarse estaba implícitamente garantizado si los cielos se veían disgustados. Los desastres naturales, la hambruna, la peste, la invasión e incluso la rebelión armada fueron considerados signos de que el mandato celestial ya no existía.
Después de que el poderoso emperador campesino Mao Zedong ganara la guerra civil en 1949, el partido comunista chino intentó disipar esas creencias, ya que las consideraba una superstición no científica. Desde que asumió la presidencia en 2012, Xi Jinping ha fomentado el renacimiento de algunas tradiciones y creencias antiguas. Pero de forma deliberada ha evitado mencionar el ciclo dinástico y el mandato del cielo, en especial porque el año pasado se acumularon los presagios tradicionales.
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Una guerra comercial con el mayor socio comercial de China, la abierta rebelión en la antigua colonia británica de Hong Kong y la escasez de carne de cerdo por la devastadora propagación de la peste porcina africana tradicionalmente serían malos augurios de que el final de la dinastía está cerca. Pero cada uno de estos sucesos palidece frente a la pandemia de coronavirus, que comenzó a finales del año pasado en la ciudad china de Wuhan.
En un giro de la historia, Wuhan fue donde se dispararon los primeros tiros de la revolución de 1911, que derrocó al último emperador de la dinastía Qing. Hoy es la fuente de una plaga aterradora que ya se extendió por China y todo el mundo, provocando el mayor intento de cuarentena de una población: alrededor de 60 millones de personas.
El hecho de que el sistema autoritario de China sea particularmente deficiente en el manejo de emergencias de salud pública que requieren información oportuna, transparente y precisa, hace que este sea un desafío mucho más significativo que cualquier otro al que se haya enfrentado Xi hasta ahora.
Si puede contenerse el virus en las próximas semanas, entonces todavía es posible que Xi salga relativamente ileso después de culpar a los funcionarios provinciales por la crisis. Luego de cerrar franjas de la economía para contener el brote, incluso podría abogar por más vigilancia y control de la sociedad china. Pero si no se puede contener el virus rápidamente, este podría ser el momento Chernobyl de China, cuando las mentiras y los absurdos de la autocracia quedan expuestos para que todos los vean.
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La censura oficial ya está luchando por controlar la oleada de burlas e indignación en línea. Uno de los primeros objetivos del ridículo fue el alto funcionario de salud enviado desde Beijing a Wuhan, para asegurar públicamente que la enfermedad era “prevenible y controlable”. Él mismo contrajo el virus y se convirtió en un símbolo de la incompetencia y deshonestidad del gobierno chino.
Académicos e intelectuales honestos arremeten contra el fracaso del Partido Comunista para legitimar su desempeño, con el riesgo de ser arrestados. Pero el momento decisivo de esta crisis —cuando pasó de ser un serio desafío a un problema potencialmente existencial para el partido— fue la muerte de un oftalmólogo de Wuhan de 33 años, llamado Li Wenliang.
En los primeros días de la crisis, Li Wenliang alertó en chats grupales a sus compañeros de la escuela de medicina, después de presenciar numerosos casos de una nueva neumonía extraña que no respondía al tratamiento normal. Su hospital lo reprendió por eso y la policía lo convocó a mitad de la noche, para obligarlo a él y al menos a otros siete médicos a firmar confesiones y promesas de no difundir “rumores”.
Cuando el mismo Li Wenliang contrajo la enfermedad, los chinos promedio se indignaron, incluso el Tribunal Supremo Popular de Beijing reprendió a la policía y alabó a los médicos que dieron el primer aviso. Pero cuando Li murió hace dos semanas, la respuesta fue explosiva.
La historia de Li es tan poderosa, en parte porque encaja perfectamente con otro antiguo arquetipo de la historia china. El incorruptible erudito confuciano que le dice la verdad al emperador, pero es perseguido y finalmente muere por su honestidad, ocupa un lugar especial en la tradición académica de China. Li encaja perfectamente en el papel.
El camino que tome el virus podría determinar si Li Wenliang finalmente es comparado con una figura histórica más contemporánea, el joven vendedor de frutas tunecino que se inmoló en protesta por la injusticia del régimen, lo que provocó la Primavera Árabe y la caída de varias dinastías en todo el Medio Oriente.