La “Jacindamanía”

Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda, es también la primera mujer que se convierte en mamá mientras ocupa su cargo.

“No quiero parecer una supermujer, porque no deberíamos esperar que las mujeres sean superpoderosas”. (AFP)
Jamie Smyth
Ciudad de México /

Solo hay siete u ocho mesas en Hillside Kitchen & Cellar, un café-restaurante tranquilo y elegante en Wellington, frente a la residencia oficial de Jacinda Ardern, la primera ministra más joven en Nueva Zelanda.

Impulsada por su estilo fresco e informal de la política laborista, con apenas 37 años de edad y su defensa de las causas progresistas, la “Jacindamanía” se convirtió en un fenómeno global, dándole un lugar destacado junto a Emmanuel Macron, Justin Trudeau y al resurgimiento del populismo de derecha. La sensación de un nuevo líder con un molde optimista se incrementó al anunciar que pronto se convertiría en la primera jefa de gobierno en dar a luz a un bebé mientras ocupa su cargo.

Ardern entra al café mostrando su característica sonrisa y acompañada de su pareja Clarke Gayford, un conductor de televisión. Acomodándose en su silla, Jacinda habla del esfuerzo que hace para llevar una vida a pesar de las presiones del trabajo y de su embarazo, y lo afortunada que se siente de que Gayford aceptara ser un padre que se queda en casa. “No quiero parecer una supermujer, porque no deberíamos esperar que las mujeres sean superpoderosas”, dice.

Ardern planea tomarse seis semanas de licencia de maternidad antes de regresar al trabajo.

La mesera aparece sobre el hombro de la primera ministra y nos presenta el menú. Yo elijo un corte de res con pepinillos, mientras que ella pide una ensalada de jitomate y betabel. Ardern insiste en que pruebe un vaso de vino de Nueva Zelanda y ella pide un té de menta.

Este es un año vertiginoso para Ardern. Elegida líder adjunta del Partido Laborista de Nueva Zelanda en marzo de 2017, asumió el cargo apenas siete semanas antes de las elecciones de septiembre pasado, después de la repentina renuncia de su predecesor. Ardern parecía pesimista sobre sus posibilidades: “Todo el mundo sabe que acabo de aceptar, sin previo aviso, el peor trabajo en política”, dijo en ese momento.

Los laboristas se encontraban detrás del Partido Nacional gobernante por más de 20 puntos porcentuales en las encuestas, se preparaban para una cuarta derrota consecutiva. Entonces sucedió algo inesperado. Su campaña, centrada en la desigualdad y el aumento de las personas sin hogar, tocó una fibra sensible y cerró la diferencia.

La capacidad de Ardern para aprovechar la inquietud pública por los precios de las casas que se iban al cielo, el bajo crecimiento salarial y la infraestructura inadecuada también refleja sus habilidades políticas que perfeccionó mientras trabajaba como empleada de Helen Clark, exprimera ministra laborista que ganó tres mandatos entre 1999 y 2008. Más tarde, Ardern trabajó brevemente en la Oficina del Gabinete del Reino Unido, con Tony Blair. “Estuve allí cuando Gordon Brown se hizo cargo, justo a mitad de esa transición”, dice.

Cuando pasamos al estado inestable de la política internacional, el té de Ardern llega junto con lo que parece ser una copa de vino bastante turbia. “Creo que un vasto grupo de personas siente que quedó olvidado por la gran crisis financiera y la percepción que hay de la globalización”, dice Ardern. “Parte de la reacción que vimos en el referéndum y las elecciones, fue una inquietud en torno a la falta de respuesta a la creciente sensación de inseguridad de las personas por su situación financiera”.

La respuesta de Ardern implicó grandes compromisos con el electorado: resolver la crisis de la vivienda, sacar de la pobreza a 100,000 niños y poner a Nueva Zelanda en el camino de convertirse en una economía neutral en emisiones de carbono para el año 2050.

Ardern prohibió la exploración futura de petróleo y gas en altamar. Aumentó 75 centavos el salario mínimo a 16.50 dólares neozelandeses por hora, comenzó a eliminar los costos de matrículas de educación superior y promovió una ley que prohíbe la compra de propiedades residenciales a extranjeros.

Pero Ardern también muestra una vena pragmática al suscribirse al acuerdo de la Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés). Claramente no es fan de Trump, pero es demasiado diplomática para decirlo, dada la estrecha relación comercial y de seguridad de Nueva Zelanda con Estados Unidos.

Llega la comida y me sorprende que nadie presta atención a la primera ministra almorzando, al menos aquí. La “Jacindamanía” estuvo a tope la semana pasada, cuando Ardern viajó a Europa para la Cumbre de Líderes de la Mancomunidad de Naciones en Londres, deteniéndose en el camino para cabildear con Macron y Angela Merkel sobre el comercio.

Sin embargo, de vuelta a casa hay indicios de que la luna de miel política de Ardern está llegando a su fin. Mientras la mesera retira los platos, le pregunto a Jacinda qué piensa de la acusación de que es “demasiado amable” para tomar las decisiones difíciles que se requieren de un primer ministro.

“La política es un lugar muy difícil, así que tienes que ser flexible. Veo las cosas de manera aguda, pero eso significa que mi brújula política todavía está intacta, y mi sentido de la empatía y bondad todavía está al frente de esto”. Se levanta, y cuando se dirige a la puerta, se voltea para decir: “Nos vemos la próxima vez que estés aquí y veremos si estoy en un punto alto o en uno bajo”.


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