Por: Raúl Pérez H.
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
La Ciudad de México se extiende rastreramente a ritmos variables para alcanzar las fuentes que necesita. Una vez que encuentra el lugar ideal, se instala y chupa, extrae, seca los territorios que elige para tales propósitos. Los elige aleatoriamente para recibir sus desechos, condenándolos a ser paulatinamente destruidos por esa mierda que hay que agradecer. Fuente de recursos y depósito de sus desechos, el Valle del Mezquital, al surponiente del estado de Hidalgo, es uno de los territorios que, a lo largo de casi un siglo, han sido incorporados a este destructor proceso metabólico de dimensiones metropolitanas que va ampliando la necro-ecología de la ciudad. Esta incorporación ha sido paradójica para el Valle: con la llegada del agua residual en la época porfiriana floreció una vida campesina impensada para las condiciones de aridez que caracterizaban a la región y, con el paso de las décadas, se convirtió en uno de los campos agrícolas regados con aguas residuales más grandes del mundo… y también en uno de los más productivos.
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