¿Recuerdas aquella vez en la que, de niño, rompiste un vaso, un plato o una maceta en casa y recibiste un regaño de tus padres que te hizo sentir pequeño e incomprendido?
Esa sensación de culpa y de haber fallado era intensa, especialmente cuando veías que, si un adulto cometía un error similar, la reacción era mucho más comprensiva. Estas experiencias, que muchos de nosotros vivimos en la infancia, contribuyen a que de adultos nos tratemos con dureza y busquemos castigarnos por cuestiones cotidianas, como no hacer ejercicio un día o desviarnos de un plan de alimentación.
Este tipo de exigencia desmedida hacia los niños es algo que la filosofía Montessori aborda de manera especial. Maria Montessori afirmaba: “El error es parte del proceso de aprendizaje”. Conozco bien este enfoque porque mi hijo asiste a una escuela basada en esta filosofía, y ha sido una lección valiosa que me llevó a reflexionar sobre mis pacientes y cómo se tratan a sí mismos cuandon cometen errores.
En consulta, noto que muchas personas enfrentan una lucha constante con la autocrítica. Cuando no siguen las recomendaciones que les doy, ya sea por falta de tiempo, olvido o circunstancias que surgen, la reacción inmediata suele ser de culpa y frustración. Este ciclo de autoexigencia puede parecer productivo, pero en realidad tiene un impacto negativo en la salud física y emocional. Es importante detener el autocastigo y buscar el aprendizaje, algo esencial para vivir más y mejor.
La autocompasión implica tratarnos con la misma amabilidad con la que trataríamos a un ser querido que ha cometido un error. No se trata de justificar nuestras acciones ni de evitar la responsabilidad, sino de reconocer que somos humanos y que el camino hacia la mejora está lleno de retos. Esta práctica tiene un impacto directo en nuestra salud, ya que reduce los niveles de cortisol y promueve un estado de calma que favorece la reparación celular y la longevidad.
Si constantemente nos juzgamos con dureza, activamos mecanismos de estrés que se traducen en inflamación crónica, resistencia a la insulina y otros problemas de salud.
Es aquí donde vemos el efecto de la “paradoja de la salud ortodoxa”: personas que, en su afán de ser perfectas y seguir al pie de la letra cada regla de salud, terminan comprometiendo su bienestar por la tensión que generan en sí mismas. La rigidez y la falta de flexibilidad pueden ser tan perjudiciales como los malos hábitos que intentan evitar.
En contraste, las personas que practican la autocompasión y desarrollan la habilidad de conocerse mejor logran un equilibrio entre esfuerzo y cuidado que les permite adaptar sus hábitos y ser flexibles cuando las cosas no salen como esperaban. Por ejemplo, si un día no logran seguir su plan de alimentación o no pueden realizar ejercicio, en lugar de castigarse, reconocen la situación y se permiten retomar sus objetivos al día siguiente sin culpas. Esta actitud favorece una salud más integral y sostenible.
Con esto te invito a que la próxima vez que enfrentes un error, tengas compasión contigo mismo y apliques lo mismo con tus hijos, ya que solemos ser muy críticos con ellos también. Recuerda que todos estamos en procesos de aprendizaje continuo y, si queremos adultos más flexibles y autocompasivos, debemos mostrarles a ellos cómo se logra.
De esta manera, no solo mejorarás tu salud, sino que también cultivarás la resiliencia y la flexibilidad necesarias para vivir más y mejor en las siguientes generaciones.