Casi todo el siglo XIX fue un intento (frustrado) de contener las fuerzas sociales y políticas que se habían desencadenado con la Revolución Francesa. Pese al esfuerzo tenaz de los sectores más reaccionarios por devolver Europa al statu quo ante de 1789, aquello no había ya quien lo parase. Pero el Antiguo Régimen vendió caro su pellejo, disputando al liberalismo cada palmo de terreno (podríamos hablar de un liberalismo inglés sosegado y no revolucionario, influenciado por las clases altas, y de un liberalismo francés más burgués, jalonado de crisis y revoluciones). De todas formas, quien llevó la batuta europea durante casi medio siglo (cuarenta años) fue un reaccionario especialmente dotado, el canciller austríaco Clemente de Metternich (del que, biografías aparte, conviene leer sus interesantes Memorias): notable personaje, hábil diplomático, ferviente partidario del trono y el altar, había pastoreado el concierto que las naciones hicieron entre sí tras la derrota de Napoleón. El sistema operativo de este cabroncete, obsesionado con mantener la influencia del todavía gran imperio austríaco, fue la guerra total, propia y ajena, contra cuanto consideraba revolucionario, que era prácticamente todo: ideas nacionalistas, constitucionalismo, democracia, laicismo, libertad. “Es el único medio de resistir las tempestades de los tiempos”, escribió. A Metternich se debe (hay quien dice que también a su puta madre) el célebre Principio de Intervención, que daba a los países europeos más reaccionarios, conchabados entre ellos, la facultad de meterse en los asuntos internos de otros estados cuando éstos se desviaban del santo y recto camino. Y el primer conejillo de Indias de tan vergonzoso sistema, cómo no, fue España: reducido Fernando VII, nuestro rey felón por excelencia, a la voluntad popular (sólo tres años duró el experimento), Metternich y sus secuaces enviaron un ejército francés (“los 100 mil hijos de San Luis” los llaman los historiadores, aunque también se les llama de otra manera) que salvó la autoridad borbónica, devolvió el poder absoluto al rey infame, diezmó las filas liberales y metió a España en un pozo negro durante décadas (pozo del que, dos siglos después, los españoles seguimos sin salir del todo). En su tarea de acogotar liberales, Metternich no estuvo solo, pues otra influyente institución internacional, otro secular protagonista, se puso de su parte. “Las iglesias protestantes, a excepción de los luteranos germánicos, mostraron mayor atención que la Iglesia católica hacia las exigencias del mundo moderno”, escribió el historiador Jacques Droz. Y es de lo más interesante analizar el comportamiento de los papas de Roma durante aquellos años decisivos, porque en la partida de ajedrez que en Europa se jugaba entre pasado y futuro, entre reacción y libertad, entre aire fresco y carcundia ultramontana, los pontífices, sus obispos, sus sacerdotes y feligreses, no podían quedar al margen. Había que mojarse, y a fondo. No quedaba sino elegir campo: seguir siendo herramienta del trono y el absolutismo (y verse arrastrado en su caída, si caían), o conservar la autoridad moral comprometiéndose con el mundo que venía de camino. Y ahí fue donde, desafortunadamente para ella, la Iglesia católica perdió el tren de la modernidad. Excepto durante un corto período bajo el pontificado de Pío VII (papa bondadoso, con la vitola de haberse enfrentado a Napoleón y ser maltratado por él), cuando el cardenal Consalvi y otros hombres razonables intentaron adaptarse a los cambios ocurridos en Europa, el Vaticano se abrazó al trono y la reacción, procurando no dar dolores de cabeza a las monarquías absolutas. Los intentos de poner a la Iglesia al paso de lo inevitable se hicieron al margen de los papas, gracias a eclesiásticos partidarios de unir catolicismo y liberalismo para conseguir una sociedad más justa; pero éstos fueron represaliados y silenciados en favor del trono y el altar. León XII anunció las futuras condenas del liberalismo (“Hay que defender contra los lobos el rebaño de Cristo”), Pio VIII siguió el mismo camino; y con Gregorio XVI, martillo de liberales, empezó la guerra abierta contra el mundo moderno. En 1832 el Vaticano condenó la insurrección patriótica de Polonia, hasta diez años más tarde no hubo crítica de los brutales métodos de los zares rusos, y se ninguneó a los católicos irlandeses que luchaban por su libertad contra Inglaterra. En lo demás, háganse idea. El teólogo Hans Küng (mi disidente favorito, si me disculpa el muy respetado Castillo) lo definió con mano maestra en La Iglesia Católica (libro conciso, lúcido y claro que recomiendo mucho): “En el siglo XIX el estado pontificio era el más retrógrado de Europa: el papa clamaba incluso contra el ferrocarril, el alumbrado a gas, los puentes colgantes e innovaciones similares”.
Continuará