La represión del movimiento estudiantil de 1968, simbolizada por Tlatelolco, significó el fin de la conformidad de la sociedad con el régimen surgido de la Revolución, consolidado desde la década de los cuarenta bajo la hegemonía del PRI. Marcó una fecha en la historia del país que habría de trascender no sólo por lo que sucedió, sino por lo que propició. Pues el 2 de octubre detonó una década de represión, prolongada hasta fines de los setenta, que modificó la relación del Estado con la sociedad, en particular esa parte de la sociedad politizada y organizada que constituía la izquierda en México. Retomo esto que escribí hace algunos años con motivo del inicio de la presidencia de Claudia Sheinbaum.
La represión suscitó reacciones distintas en quienes estaban entonces identificados con la izquierda. Hubo quienes respondieron a la violencia institucional con la violencia revolucionaria, al optar por el paradigma de la guerrilla, urbana o rural. El EZLN, surgido de las Fuerzas de Liberación Nacional, fundadas en 1969 en Monterrey, es heredero directo de esta corriente de izquierda revolucionaria, a la que pertenecen aún hoy sus dirigentes más importantes, como Rafael Guillén, subcomandante Marcos, militante de las FLN desde fines de los setenta, hoy uno de los críticos más severos de la llamada cuarta transformación.
Hubo en cambio quienes, sin ser reformistas, cuestionaron el camino de las armas, al optar por acudir a las masas, convencidos de que para desencadenar la revolución había que realizar antes trabajo de concientización entre quienes serían después las bases de apoyo del movimiento. Eran maoístas, no leninistas, pues sus miembros rechazaban la tesis de Lenin de destruir para luego construir, por vía de la insurrección, y aceptaban la tesis de Mao de construir antes de destruir, por medio de la zona liberada. Una de sus organizaciones más importantes fue Línea de Masas, fundada en los setenta por Alberto Anaya, hoy dirigente del PT, que apoyó la coalición dominada por Morena que triunfó en las elecciones de 2024.
Hubo quienes, en fin, acabaron persuadidos de que la reforma del sistema podía ser sólo realizada desde adentro, no desde afuera, al optar por aceptar, para intentar cambiar, las reglas del régimen del PRI. Fue la reacción más común de la izquierda frente al 2 de octubre. Algunos eran miembros del PC, como Pablo Gómez, entonces líder estudiantil, hoy dirigente de Morena. Pero la mayoría militaba –o estaba por militar– en la izquierda del PRI, como Andrés Manuel López Obrador, aquel otoño de 1968 un muchacho de quince años que vivía en Tabasco. Los primeros protagonizaron las fusiones de los partidos que dieron origen al PSUM y, más tarde, al PMS; los segundos dirigieron la ruptura de la corriente democrática con el PRI. Ambos construyeron el PRD. Son hoy el núcleo dirigente de Morena.
Estas son nuestras izquierdas, que confluyeron (la excepción es el EZLN) en el triunfo de 2024. Sus diferencias responden a sus orígenes, a la respuesta que todos ellos dieron en su momento a la represión del 2 de octubre de 1968. Claudia Sheinbaum era entonces una niña de ocho años, hija de académicos que simpatizaban con el movimiento estudiantil. Y me pregunto: ¿con qué izquierda está más identificada?