En sus 203 años de vida independiente, México ha tenido tiempo de sobra para sacudirse el trauma de la conquista. La guerra de independencia, la reforma y la revolución no sepultaron del todo el orden colonial, pues aún sobrevive lo bueno y lo malo de su legado. El racismo y el patrimonialismo fueron sin duda las peores lacras del virreinato, pero a partir de 1821, los responsables de haberlas perpetuado actuaron por cuenta propia, sin seguir los dictados de la madre patria. El mestizaje ha sido hasta ahora nuestra terapia de choque más eficaz y placentera contra el abominable sistema de castas. Cada vez que un criollo procrea con una mujer cobriza, o viceversa, las odiosas discriminaciones del indio o del naco tienden a diluirse, y junto con ellas, el viejo prejuicio según el cual mejorar la raza es blanquearla. El patrimonialismo, el sistema de gobierno en el que los funcionarios pueden regentear a mansalva los cargos públicos, goza de cabal salud y quizá se agravará con la inminente desaparición del INAI, pues el próximo gobierno se fiscalizará a sí mismo sin rendir cuentas a nadie: la fórmula ideal para solapar el saqueo a gran escala, como pudimos constatarlo durante la dictadura del PRI.
A estas alturas de nuestra evolución política y social, seguirnos victimizando por la conquista, como si hubiera ocurrido ayer, sólo beneficia a los gobiernos que necesitan ocultar su incapacidad para resolver los problemas del país. Tal parece que la presidente electa de México empleará también ese subterfugio barato, ya sea por convicción ideológica o por lealtad al jefe máximo, pues acaba de cometer una pifia diplomática garrafal: invitar a su toma de posesión al presidente de España Pedro Sánchez, excluyendo al rey Felipe VI. Como España es una monarquía parlamentaria, Sánchez rechazó la majadera invitación, de modo que el canciller del gobierno entrante, Juan Ramón de la Fuente, ya se tragó un sapo enorme antes de asumir su cargo (buen provecho, doctor). Los caprichos y las fobias del caudillo megalómano que inició esta cruzada antiespañola prevalecerán, por lo visto, en el gobierno de Sheinbaum. Cualquier país del mundo debe dar el mismo trato a todos los países con los que mantiene relaciones, so pena de caer en el descrédito internacional. Si a partir de ahora, el gobierno de México está dispuesto a cobrarse agravios históricos, ¿por qué no le ha exigido al presidente Biden pedirnos perdón por la invasión de 1846, en la que los gringos nos arrebataron la mitad del territorio? Denota cierta cobardía que AMLO y Sheinbaum pasen por alto esa afrenta al honor nacional y en cambio se desgarren las vestiduras por una agresión ocurrida en 1521.
En tiempos de Carlos V, las monarquías europeas se ufanaban de poseer un “derecho de conquista” sobre los pueblos más débiles. La evangelización fue quizá un pretexto cínico para justificar la conquista de México, pero en aquel tiempo, Francia, Inglaterra y Portugal tampoco tenían el menor escrúpulo para sojuzgar a los aborígenes americanos o africanos. De hecho, los ingleses preferían exterminarlos que mezclarse con ellos. La esclavitud era entonces un boyante negocio que ningún movimiento social había intentado abolir. Ocho siglos antes, la propia España padeció en carne propia los estragos del imperialismo cuando los musulmanes invadieron la península ibérica, pero hoy en día ningún español guarda rencores anacrónicos por ese atropello. Desde que la Ilustración enarboló la bandera de los derechos humanos, las potencias colonialistas comenzaron a enfrentar una fuerte oposición en sus propios países, pero esperar que un gobierno del siglo XXI haga un acto de mea culpa por tropelías cometidas hace 500 años equivale a sostener que Hernán Cortés debió ajustar su conducta a los valores cívicos de las democracias liberales modernas.
El poeta romántico José Quintana puso en boca de la América Hispánica una exhortación a juzgar con relativismo histórico las atrocidades de Cortés y Pizarro: “El rigor de mis duros vencedores,/ su atroz codicia, su inclemente saña,/ crimen fueron del tiempo y no de España”. En México, muchos antropólogos e historiadores emplean el mismo rasero para relativizar las terribles matanzas del imperio azteca. Las consideran “crímenes del tiempo”, y nadie en su sano juicio exigiría al jefe de gobierno capitalino que pida disculpas a los huastecos por el sanguinario yugo que les impuso Axayácatl. Mientras Claudia Sheinbaum se empeña en reabrir las heridas de nuestro pasado remoto, los indios de Chiapas tienen que huir a Guatemala porque los narcos han implantado en sus pueblos un régimen de terror. Las víctimas de la criminalidad impune le agradecerían que en vez de ajustar cuentas con Carlos V ponga el dedo en la llaga de nuestra barbarie contemporánea.