El voto popular no le dio a la coalición gobernante la mayoría calificada en el congreso (dos tercios de los escaños) con la que pretende apoderarse del poder judicial: el fraude a la voluntad ciudadana que acaba de avalar el Tribunal culmina un golpe a la democracia fraguado desde finales de 2023, cuando el bloque oficialista en el Senado se negó a nombrar a dos de los siete magistrados que el Tribunal debe reunir para sesionar como lo manda la Constitución. Para entonces, el partido hegemónico ya había cooptado a tres de ellos: Mónica Soto, Felipe de la Mata y Felipe Fuentes, y temía que los nuevos integrantes de Tribunal, propuestos por la Suprema Corte, alteraran una correlación de fuerzas favorable a Morena.
Después de esa flagrante ilegalidad han seguido muchas. Desde los tiempos de Ernesto Zedillo, los presidentes de la república se habían abstenido de interferir en las decisiones del IFE y el INE. López Obrador no se anduvo con delicadezas: el 3 de junio, su secretaria de Gobernación le dio línea a las autoridades electorales, dictaminando cómo debía ser la asignación de curules por representación proporcional: exigía 73% para Morena y sus satélites, aunque sólo hubieran obtenido 54% de los votos, y castigaba a la oposición con un mísero 24% de las curules, a pesar de haber ganado 45% de los sufragios. El Presidente ya sabía que sus secuaces eran mayoría en el Consejo General del INE, pero en vez de presionarlos en privado para que interpretaran el artículo 54 de la Constitución como ellos querían, los humilló en público. Aunque esa bofetada despótica debe haberles dolido, siete de los consejeros acataron la orden, con mínimas variantes en el reparto de los escaños. Los cuatro consejeros que se opusieron a la intromisión del caudillo, Claudia Zavala, Dania Ravel, Jaime Rivera y Martín Faz, y la única magistrada del Tribunal que intentó frenarla, Janine Otálora, se merecen el reconocimiento de todos los mexicanos que luchamos por salir de una dictadura y no queremos caer en otra.
La magnitud histórica de la tropelía cometida por los órganos electorales sometidos a la Presidencia se puede medir por su escandalosa distorsión del sufragio efectivo: el inmaculado Partido Verde, que en las elecciones obtuvo el quinto lugar, será la segunda fuerza política en la Cámara de Diputados; el PT, que sólo obtuvo 5.8 % de los votos, se despachará con 10.82% de las curules. En cambio, el PRI, el PAN y Movimiento Ciudadano perdieron en conjunto un 19% de las diputaciones que habían ganado en las urnas. Según la consejera del INE Claudia Zavala, por medio de esta artimaña las autoridades electorales regalaron al oficialismo 4 millones y medio de votos. Cuando López Obrador perdió las elecciones de 2006 por un margen mucho menor, sus incondicionales hicieron un largo plantón en Paseo de la Reforma, trataron de impedir la toma de protesta de Felipe Calderón y hasta la fecha sostienen que les robaron la Presidencia. Los demócratas de entonces son ahora propagandistas a sueldo de un régimen que está cometiendo un fraude mucho más claro, cínico y abultado. Hemos vuelto al sistema político de 1988, sólo que ahora la marrullería legaloide sustituye al fraude cibernético. Pero una trácala tan burda no puede vulnerar impunemente los derechos políticos de los 24 millones de mexicanos que votamos por la oposición: tarde o temprano se arrepentirán de haberla cometido.
Hay una clara relación de causa-efecto en este agravio a la ciudadanía y la vengativa reforma al Poder Judicial que el Presidente se ha empecinado en heredarle a Claudia Sheinbaum. Si el voto popular hubiera decretado el fin de la separación de poderes, podríamos decir que la democracia mexicana se suicidó, pero no ha sucedido así: está siendo estrangulada por sus aparentes defensores. Sheinbaum sí ganó la Presidencia con el porcentaje de votos que le asignó el INE, pero gobernará con una mayoría calificada ilegítima y fraudulenta. El Presidente le hizo un flaco favor al ensuciar su victoria con esta doble usurpación de poderes. Todavía queda una vaga esperanza de que la oposición frene la reforma judicial en la Cámara de Senadores. Ojalá ningún otro senador de ese bloque se deje corromper o extorsionar, como lo hicieron ya los grotescos chapulines José Sabino Herrera y Areli Saucedo. Es lo menos que pueden hacer en favor de los jueces y los trabajadores de los tribunales que suspendieron labores en defensa de la autonomía judicial. No dudo que haya ovejas negras en la judicatura, pero es una tremenda injusticia tachar de corruptos a todos los jueces y cesarlos en bloque sin distinguir a justos de pecadores. Ni los emperadores sexenales del antiguo régimen se atrevieron a denostar y suprimir olímpicamente a gremios enteros.