La educación sentimental de la juventud está llena de sorpresas amargas. Una de ellas, quizá la más dolorosa para una persona ingenua y enamoradiza, es descubrir la existencia de una bolsa de valores eróticos en la que se cotizan a la baja los sentimientos puros, y el desapego emocional reditúa en cambio enormes ganancias. Engañados por las baladas cursis, donde las leyes de la atracción o del sentimiento prevalecen sobre cualquier cálculo egoísta, millones de jóvenes románticos se llevan un duro frentazo cuando advierten que han entrado a una competencia desleal donde solo pueden triunfar los padrotes en ciernes o las barbies con voluntad de poder. No generalizo, desde luego: aún quedan almas nobles en el mundo, pero qué difícil se ha vuelto encontrarlas.
A juzgar por el narcisismo que predomina en las redes, muchos cortejos de la actualidad más bien parecen contiendas mezquinas para dirimir quién vale más en el mercado de los suspiros y los jadeos. Los rucos de mi edad ya nos quedamos al margen de esos escaparates, pero una joven amiga que los conoce bien me ha explicado sus reglas del juego. Ninguna de las artimañas empleadas por los seductores o las seductoras del ciberespacio representa en sentido estricto una novedad, pues la piratería sexual existe al menos desde tiempos de los romanos (Catulo y Propercio la sufrieron en carne propia). Lo que ha cambiado son las herramientas utilizadas en la nueva feria de vanidades. Si bien existe ya una nomenclatura en inglés que tipifica la mayoría de esas conductas, no parece haber desalentado a los corredores de bolsa que se dan a desear desde una arrogante posición de superioridad.
La treta más socorrida por los donjuanes que aspiran a poseer un harem real o virtual se denomina orbiting: consiste en cortejar a una muchacha poniéndole “me gusta” a sus fotos o a sus comentarios, sin cantársela nunca derecha, a menos, claro, de que ella tome la iniciativa. El objetivo es hacerle sentir que uno la tiene en mente, que sigue sus pasos como un ángel de la guarda, preparando el terreno para dar el zarpazo cuando ya esté ilusionada y húmeda. En español podríamos llamar al orbiting “velita prendida”. Cuantas más encienda un galán, más posibilidades tiene de comerse uno o varios pasteles. Otros piratas emplean una táctica predatoria más ruin: bombardean a una muchacha con falsas declaraciones de amor (love bombing) hasta que finalmente logran conquistarla, pero después de gozarla dos o tres veces se hacen ojo de hormiga (ghosting) durante largas temporadas. Con tantos fantasmas de baja ralea sueltos por el mundo, el auge del lesbianismo no debería sorprender a nadie.
Mi joven amiga me informa también que muchos donjuanes de hoy no quieren gastar un solo centavo en sus cortejos. Desde la primera cita se hacen rosca para pagar las copas del antro, pretendiendo que la chava les dispare todo o por lo menos apoquine su parte. La hora de pagar la cuenta es quizá el momento crítico donde se decide quién va a mandar en una relación de pareja, y en este caso el credo feminista puede volverse en contra de la mujer, cuando un gigoló en potencia lo invoca para ablandarlas. Ciertamente, y para ser justos, abundan también las guapas cazafortunas que desdeñan de entrada a cualquier galán prángana, un arquetipo que Xavier Velasco perfiló con luces y sombras en su memorable Diablo guardián.
Pero no seamos catastrofistas: el amor es una fuerza tan poderosa que blanquea las intenciones más negras y la proliferación de idilios mercenarios nunca podrá envilecerlo del todo, como lo mostró Daniel Defoe en Moll Flanders. Por haber mordido una fruta prohibida en su juventud, la protagonista de la novela es repudiada por su familia y se deja arrastrar a la perdición, buscando siempre a hombres adinerados para salir de apuros económicos. Al advertir que los buenos partidos prefieren a las burguesas, Moll invierte sus escasos ahorros en hacerse pasar por una viuda rica. Bajo ese disfraz conoce a James, un hombre de negocios encantador que le propone matrimonio. Ambos se enamoran de verdad y tienen una química estupenda en la cama. Al calor de la pasión, James confiesa a su prometida que no es un hombre de negocios, sino un estafador y Moll, conmovida, también se quita la máscara de señora fifí. Ninguno de los dos podrá sacarle nada al otro, pero han encontrado al amor de su vida. Tras haber pasado una temporada en prisión, al final de la novela Moll se reencuentra con James y ambos cruzan el Atlántico para cultivar tabaco en Virginia. Defoe sugiere que al darse por derrotada y reconocer en James la parte más vulnerable de su propio carácter, Moll descubre el secreto de la entrega amorosa. Los modernos ególatras que jamás arriesgan nada en las lides de Venus tendrán una vejez muy amarga si no hacen pronto el mismo descubrimiento.