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Joderse juntos

Ciudad de México /

El bolero ha ejercido una influencia tan poderosa en la educación sentimental de América Latina que ningún novelista puede ignorarla si quiere serle fiel a sus personajes. Quizá los clásicos del género se hayan inspirado en experiencias personales para componer sus canciones, pero cautivaron a tal punto la imaginación popular que le marcaron pautas a los enamorados. Tanto regodeo en las penas de amor provocó, sin duda, que algunos amantes felices desearan vivirlas. Al transformar esas penas en deleites catárticos, incursionaron sin pretenderlo en el estudio de las patologías amorosas. Mucho antes de que los psicólogos acuñaran el término “codependencia”, los compositores de boleros habían tipificado ya el perverso afán de prolongar hasta la muerte relaciones tóxicas, y tal vez contribuyeron a idealizarlas. En las canciones que subliman esa pulsión autodestructiva, la pena de amor no nace del abandono, sino del apego a una pareja con atroces defectos, a la que se ha llegado a odiar apasionadamente. 

La obra maestra del bolero tóxico es “Encadenados”, el mayor éxito del chileno Lucho Gatica, con letra y música de su paisano Miguel Antonio González San Martín. Ha cautivado a millones de personas a lo largo de varias generaciones, y en la voz de Luis Miguel sigue vigente hasta nuestros días, un fenómeno digno de análisis, tomando en cuenta su alto grado de neurastenia. Para abrir boca, un coro trágico y ululante nos sitúa en una lúgubre atmósfera de misa negra. En la cima de la desesperación, la víctima de una pasión enfermiza y aberrante anuncia el sano deseo de ponerle fin a su calvario: “Tal vez sería mejor que no volvieras,/ tal vez sería mejor que me olvidaras”, solloza, pero de inmediato da marcha atrás, reconociendo que ni él ni su amada tendrán fuerzas para romper, a pesar del enorme daño que ya se han hecho. Como si fueran adictos a una droga dura, ni el olvido ni el delirio los pueden salvar de esa maldición: “Cariño como el nuestro es un castigo/ que se lleva en el alma hasta la muerte./ Mi suerte necesita de tu suerte/ y tú me necesitas mucho más./ Por eso no habrá nunca despedida,/ ni paz alguna habrá de consolarnos,/ el paso del dolor ha de encontrarnos,/ de rodillas en la vida,/ frente a frente y nada más”.

Luis M. Morales

Conozco demasiado bien el sentimiento descrito por la mancuerna de masoquistas chilenos, pero hasta el neurótico más recalcitrante debe juzgar con distancia irónica la banda sonora de su vida, si quiere aprovechar las virtudes terapéuticas del autoescarnio. Cuando esa canción causó furor en Latinoamérica, pesaba sobre el divorcio un anatema que la moral conservadora remachaba sin cesar en los sermones dominicales de las iglesias. Tal vez por eso mucha gente aceptaba encadenarse a un potro de tortura donde la hostilidad mutua suplantaba a la entrega amorosa. Llegar a las bodas de oro era entonces un triunfo de la abnegación, más que de la concordia entre cónyuges. En el nuevo mundo amoroso ya no predomina esa mentalidad, y sin embargo, las relaciones tóxicas siguen estando a la orden del día, tal vez porque un apasionado choque de egos donde está en juego la pérdida del albedrío no se puede librar sin un daño emocional severo. Aprender a soportarlo es la estoica virtud que distingue a los monógamos heroicos de los desertores.

En la misma tesitura de Lucho Gatica, Gabriel García Márquez hizo un ambiguo elogio del autocastigo conyugal soportado con resignación: “La vida se había encargado de enseñarles que la felicidad del amor no se hizo para dormirse en ella, sino para joderse juntos”. Gabo no era Aristóteles y por lo tanto sería injusto pedirle una argumentación lógica, pero su ambigua sentencia, la tesis central de El amor en los tiempos del cólera, esboza un proyecto de vida que puede desembocar en el manicomio. Los sofismas pueden hacer mucho daño, en especial cuando un escritor célebre los adorna con música de violines. La precaria felicidad amorosa no debería tener efectos narcóticos, pero ¿cómo puede mantenerla viva el empeño de joderse juntos? ¿No sería preferible cambiar de pareja o resignarse a la soledad?  ¿Mantener a toda costa un tortuoso vínculo afectivo no significa, más bien, perpetuar la infelicidad? ¿Cómo evitar que joderse juntos signifique joderse mutuamente? No veo por ningún lado el bien superior que trataría de preservar un idilio así, ni me parece loable revestir de prestigio romántico una resignación fatalista impuesta por el deber. Desde luego, la renuncia al sufrimiento compartido tampoco es una panacea (nadie envidia la suerte de un magullado lobo estepario), pero en ciertos casos resulta la única opción de preservar la salud mental. Tal vez la serenidad sea un placer egoísta, pero a veces el instinto de supervivencia nos obliga a elegir entre el budismo zen y el bolero.


  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
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