La torva aristocracia

Ciudad de México /
Luis M. Morales

Detrás de cada linaje ilustre hay una hazaña sangrienta. Cuando los señores feudales empezaron a forjar dinastías, los siervos de la gleba tenían muy presente que habían conquistado el poder con la espada. Sus gestas heroicas, ensalzadas por los trovadores de la Edad Media, les infundían una mezcla de miedo y admiración. Eran superiores porque estaban dispuestos a matar o morir, a diferencia de un labriego con apego a la vida. El botín de guerra se consideraba entonces un derecho natural de los valientes. Y aunque los artesanos y los comerciantes pudieran prosperar bajo la tutela de algún hidalgo, ningún oficio pacífico daba lustre social. Sucedía lo mismo en el México antiguo, donde los mercaderes más acaudalados tenían que llevar tilmas de ixtle y andar descalzos por la calle, sin ostentar nunca su riqueza, un privilegio reservado a la casta militar.

A mediados del siglo XIX, cuando el sur de Italia era una de las regiones más atrasadas de Europa, la revolución de Garibaldi trató de implantar en Sicilia las instituciones republicanas, pero sólo consiguió darle un barniz legaloide al nacimiento de la mafia, la aristocracia emergente que sustituyó a la antigua. Lampedusa narró ese tránsito en su gran novela histórica El gatopardo, que Luchino Visconti llevó al cine en 1963 (la miniserie que acaba de lanzar Netflix no se queda atrás de la película, y abarca más aspectos de la novela). El capataz del príncipe, que a la chita callando se apodera poco a poco de sus tierras, en complicidad con el nuevo rico de la región, don Calogero, posee un orgullo de casta similar al de su amo, o quizá mayor, pues arriesga la vida para despojarlo. Se comenzaba a fraguar entonces una estirpe clandestina que generaciones después, en la mafia siciliana de Nueva York retratada por Mario Puzo y Francis Ford Coppola, imitaba ya los ritos endogámicos y las conjuras áulicas de la vieja nobleza.

 México es la Sicilia del Nuevo Mundo. Por debajo de las instituciones republicanas, tan débiles como en la Italia de Garibaldi, han surgido feudos cada vez mayores, donde señores de horca y cuchillo no sólo buscan ya ostentar su riqueza, sino legitimarse ante la sociedad. Las huestes del Mencho, por ejemplo, desfilan por las calles con arreos militares, entre vítores y fanfarrias de honor. El narcocorrido ha sido hasta ahora su mejor herramienta propagandística, pues el arrastre popular de un cantante se transfiere por línea directa al matón que lo utiliza para proclamar “miren nomás cuánto me quiere el pueblo”. Pero si el pueblo quiere tanto a esos paladines, ¿por qué recurren al reclutamiento forzado de sicarios, obligándolos a matarse entre sí y a comerse a sus compañeros caídos, como revelaron los sobrevivientes de Teuchitlán?  Cuando el revuelo causado por esa revelación dejó en cueros a la torva aristocracia criminal de Jalisco, la respuesta no se hizo esperar: el homenaje que los Alegres del Barranco rindieron al Mencho en un auditorio tapatío buscaba, sin duda, desempañar su aureola de venerado señor feudal. Pero ese golpe propagandístico no debe engañarnos: la supuesta base social del narco está compuesta por gente aterrorizada que se pliega a su voluntad con una pistola en la sien.

Existe, sin embargo, un sector marginal de la población seducido por esa propaganda, en particular los ninis hambrientos de gloria. Las multitudes que vitorean al Mencho o destrozan palenques cuando un cantante se abstiene de alabar a su capo favorito no son tumores benignos de la vida pública mexicana, que se puedan extirpar con el ridículo concurso de canciones pacifistas al que ha convocado Claudia Sheinbaum. La enfermedad es mucho más grave: una legión de sociópatas aplaude las atrocidades cometidas en Teuchitlán, aunque sus víctimas hayan sido gente humilde en busca de un empleo bien remunerado. Crecieron admirando a los pistoleros que hacen fortuna a punta de metralleta, al grado de perdonarles sus cotidianas traiciones al pueblo.  No compadecen, por ejemplo, al locatario de un tianguis extorsionado por los matones de su municipio, ni al chofer de taxi acapulqueño abatido a balazos por no pagar el derecho de piso: simpatizan abiertamente con los verdugos de la clase trabajadora. 

El empeño por fundar una aristocracia maldita, sin límites morales de ninguna clase, tarde o temprano desemboca en el caos. Indiferente al dolor de sus víctimas, López Obrador le rindió pleitesía (“el narco es pueblo”) como un turiferario de palenque municipal. Prohibir canciones no resuelve nada. Si los panegiristas del pueblo bueno de veras quieren quitarle la soga del cuello, deberían exhibir con tintes dramáticos los estragos causados por la falsa epopeya del crimen. Ante una ofensiva cultural de esa envergadura, el silencio de la autoridad equivale a una rendición. 


  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
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