La discordancia entre la verdad jurídica y la verdad histórica en los procesos penales que levantan ámpula nos ha vuelto suspicaces ante cualquier fallo judicial. Ningún veredicto goza de credibilidad mientras no lo corrobore el tribunal de la opinión pública, pero ese tribunal dista mucho de ser infalible, porque la negligencia, el chayote o la disputa por el auditorio pueden distorsionar sus juicios, como sucede cuando una persona célebre y respetada se granjea el favor de la prensa para litigar desde los medios, y ante su temible arrastre popular, el Gobierno le otorga una patente de corso para cometer las violaciones procesales más aberrantes.
Así pervirtió la justicia doña Isabel Miranda de Wallace, que supo explotar con astucia y descaro su aureola de víctima, al grado de convertirse en una especie de Madre Coraje, canonizada por los medios de comunicación y la Presidencia de la República en tiempos de Calderón y Peña Nieto. En este caso, la opinión pública fue la primera en morder el anzuelo, con una ingenuidad amarillista y borreguil que allanó el camino a la falsificación de la verdad jurídica. Por eso es tan importante que Ricardo Raphael haya enmendado este vergonzoso traspié de su gremio, a pesar de haber recibido amenazas de muerte. Desmontar la intrincada madeja de falsedades que doña Isabel fraguó a lo largo del tiempo, en su afán por castigar un secuestro y un asesinato que ninguna autoridad comprobó jamás, fue sin duda una gran hazaña detectivesca, pero el principal mérito de Fabricación, a mi juicio, es el ritmo hipnótico del relato, su capacidad para envolvernos en un alucinante y doloroso viacrucis del que nadie puede salir ileso, pues las desventuras de los ocho jóvenes a quienes la señora Miranda persiguió, encarceló y torturó con saña inaudita nos incitan a romper “el mar helado que hay dentro de nosotros”, como llamó Franz Kafka a la indiferencia ante el dolor ajeno.
Desde hace cuarenta años me dedico a urdir ficciones y confieso que, si acaso se me hubiera ocurrido una trama como ésta, la habría descartado por truculenta y descabellada. Y no me refiero sólo a la que doña Isabel pergeñó en complicidad con la Procuraduría, sino a la pesadilla barroca desentrañada por Ricardo Raphael, que desemboca en un juego de cajas chinas. Pero la verosimilitud no es un requisito para dictar sentencias en un país donde la justicia se vende al mejor postor. Como los novelistas incrustados en el aparato de justicia tienen, por desgracia, el poder de imponer sus patrañas con todo el rigor de la ley, los expedientes judiciales ni siquiera logran eslabonar una secuencia lógica de causas y efectos. De modo que la tarea de Ricardo Raphael consistió, sobre todo, en dilucidar el trasfondo de una “farsa enloquecida”, como bien la definió una de sus víctimas.
Su empeño lo condujo a examinar con lupa la personalidad de doña Isabel, cuyo denodado afán de anteponer la conveniencia familiar a la rectitud cívica llegó a extremos patológicos. No sólo recurrió al tráfico de influencias, a la extorsión y a la tortura con tal de librar a su hijo de una sangrienta venganza: más ruin todavía fue haber capitalizado ese engaño para obtener lustre social a costa del sufrimiento ajeno. Isabel tal vez llegó a creerse sus propias mentiras, como insinúa en algún momento Ricardo Raphael. De otro modo es difícil explicar el odio que profesaba a quien las pusiera en duda. No me sorprende que una mitómana tan contumaz haya muerto o se hiciera pasar por muerta un día antes de que saliera a la venta Fabricación: después de tanto engañarse a sí misma, la exhibición de su verdadero yo debió infundirle pavor.
Doña Isabel es el motor de la acción, pero como ella gozó de un largo protagonismo cuando estaba en el candelero, el cronista dirige sus reflectores a los personajes vilipendiados por los medios de comunicación que los condenaron de antemano, y les negaron durante años el derecho de réplica. Para demostrar la inocencia de Juana Hilda González, Brenda Quevedo, César Freyre, Jacobo y Salomón Tagle, Albert Castillo y su hermano Tony era preciso contar sus vidas con cierto detalle, porque la empatía nace del conocimiento, y la caída en desgracia de una persona sólo nos conmueve cuando el sujeto anónimo adquiere una fisonomía propia. Su historia nos atañe a título personal, pues ningún ciudadano está a salvo de padecer algo semejante, si el poder político y el mediático se confabulan para lincharlo.
Con la liberación de Juana Hilda González en junio de este año, Fabricación ya empezó a tener efectos prácticos. Ojalá que los magistrados de la Corte exoneren pronto a los demás involucrados en el caso. No basta con resarcirlos en el plano simbólico por tantos años de vejaciones. Un cronista brillante ya les hizo la chamba, pero a ellos les toca ponerle punto final.