En América Latina, el paternalismo político es una tradición milenaria que sigue vigente hasta nuestros días, como todos lo podemos atestiguar en el México de hoy. Uno de sus rasgos esenciales consiste en tratar al pueblo como eterno menor de edad, o incluso como un minusválido incapaz de sobrevivir sin el sostén de su amado y severo padre. “Cargar en brazos a los macehuales” era la principal obligación de los reyes mexicas, según el lenguaje metafórico de los discursos pronunciados cuando ascendían al trono. Algunos ejemplos de retórica paternalista recogidos por fray Bernardino de Sahagún muestran con tintes dramáticos los riesgos a los que se exponía un pueblo caído en la orfandad política: “Está el pueblo hecho una breña y una tierra inculta, se quedó la pobre gente sin padre y sin madre, huérfanos que no saben ni entienden, ni consideran lo que más les conviene. Están como mudos, como un cuerpo sin cabeza”.
La democracia ofrece al paternalismo una plataforma ideal para imponerse en las lides políticas, no sólo porque el reparto de dádivas a costa del tesoro público le granjea millones de votos, sino porque los caudillos erigidos en patriarcas explotan un atavismo inconsciente muy difícil de erradicar. Quizá el único antídoto eficaz en su contra es el que ha empleado con gran éxito María Corina Machado, la principal figura de la oposición venezolana: personificar a una madre arquetípica desconsolada por el éxodo de sus hijos. Machado empezó a descollar en la política de su país en enero de 2012, cuando interpeló en la Asamblea Nacional a una figura paterna que había cautivado al pueblo venezolano: el comandante Hugo Chávez. Se presentó desde entonces como portavoz de las madres que no podían comprar leche para sus hijos por el desabasto que había provocado la desastrosa política económica del caudillo.
La confrontación entre padre y madre no pudo llegar muy lejos, porque Chávez rehuyó el debate descalificando a Machado con el despectivo refrán “águila no come mosca”, pero en la actualidad esa mosca es el principal dolor de cabeza del aguilucho pendenciero y corrupto al que heredó el poder. Nicolás Maduro la considera tan peligrosa que no le permitió ser candidata a la Presidencia, a pesar de que había ganado las primarias de la oposición con 93 por ciento de los votos. Pero no pudo impedirle hacer campaña junto con el ex diplomático Edmundo González Urrutia, postulado como candidato a la Presidencia para subsanar su cobarde y arbitraria exclusión. Los resultados de esa amalgama están a la vista: una contundente victoria en las urnas que ha obligado al chavismo a perpetrar un artero fraude condenado por el mundo entero.
En una entrevista reciente, María Corina contó cómo descubrió el resorte emocional que le ha permitido conectar a fondo con el pueblo venezolano: en uno de sus recorridos por el país, un humilde viejo le pidió que por favor lo ayudara a recuperar a sus hijos, orillados al exilio para escapar de la miseria. Como la cuarta parte de la población ha corrido la misma suerte desde el derrumbe económico del chavismo, la bandera de la reunificación familiar que María Corina enarbola tiene un gran arrastre popular. La calidez de sus discursos no se parece en nada al estilo plañidero de Santa Evita, más bien me recuerda la tesitura emocional de Nelli Campobello, a medio camino entre el tono elegíaco y la canción de cuna. Y aunque Edmundo González ya se haya exiliado en España, ella sigue siendo el símbolo de una resistencia civil que no ha perdido empuje a pesar de la salvaje represión en su contra.
Desde hace tiempo, Machado no puede viajar en avión dentro de Venezuela porque las aerolíneas tienen prohibido venderle boletos. Tampoco puede hospedarse en hoteles ni comer en restaurantes o fondas en sus giras por la provincia, pues una buena cantidad de negocios fueron clausurados después de ofrecerle techo y comida. En gran medida, las agresiones del oficialismo contribuyeron a forjarle una aureola de madre ultrajada: la fórmula ideal para desprestigiar a quienes la maltratan. El dictador se enfrenta, pues, a un grave dilema: cavaría su tumba si se atreve a detenerla y a torturarla —el destino habitual de los opositores venezolanos—, pero si la deja en libertad, la insurrección popular lo seguirá poniendo contra las cuerdas. Como Vasconcelos en la campaña presidencial de 1929, María Corina ha sabido siempre que el triunfo en las urnas no bastaría para derrocar a la dictadura: para defenderlo necesita el respaldo de al menos una facción de los altos mandos militares. La rebelión militar que Vasconcelos anhelaba nunca se produjo, pero en este caso, el sentimiento filial de los soldados patriotas podría cuartear desde sus entrañas a un régimen que alguna vez tuvo padre, pero jamás ha tenido madre.