El martes pasado fue un día de luto para Norteamérica. El país más poderoso del mundo adoptó el fascismo como doctrina política dominante y si le place a Trump, en cualquier momento puede cumplir la amenaza de deportar a 12 millones de inmigrantes ilegales. Al parecer, el machismo del electorado yanqui es una fortaleza inexpugnable, pues con ésta ya van dos elecciones en las que un candidato desequilibrado y obtuso vence a mujeres mucho más inteligentes que él, rebatiendo sus argumentos con injurias misóginas. Junto con Kamala Harris fueron derrotados todos los medios de información regidos por el principio ético de verificar noticias antes de publicarlas. Contra todas las evidencias, la mayoría de la población se tragó la teoría del fraude electoral de 2020 y en esta campaña dio crédito a mentiras tan obscenas como el supuesto carácter delictivo de la inmigración hispanohablante, desmentido hasta la saciedad por los informes del Justice Department.
Obnubilados por la personalidad bravucona del nuevo führer, sus creyentes antepusieron la adoración borreguil a cualquier diagnóstico veraz de la realidad política y social estadunidense. La consigna del movimiento feminista “yo sí te creo” acabó siendo, paradójicamente, la principal arma ideológica del Partido Republicano. Ni la toma del Capitolio ni los procesos judiciales en los que Trump fue declarado culpable pesaron en el ánimo de sus seguidores: le dieron así una patente de corso para atropellar la ley a su antojo. Para colmo, el 40 por ciento del electorado latino votó por un sujeto que acusa a la raza de bronce de “estar envenenando la sangre de Estados Unidos”. Ojalá un novelista importante escudriñara la mentalidad de estos renegados. Descubriría, quizá, la cara más oscura y mezquina de la condición humana.
En México, el despotismo también se anotó una victoria: la Suprema Corte de Justicia puso el último clavo en el ataúd de nuestra endeble división de poderes, al permitir que la dictadura en ciernes suprima la independencia del Poder Judicial. Si la Corte hubiera rechazado una parte de la reforma, como proponía el ministro González Alcántara, de cualquier modo la presidenta Sheinbaum habría desacatado la sentencia, pero el voto del ministro Pérez Dayán le permitió asestar el puñetazo con buenos modales. Nuestra Carta Magna es ya es un rollo de papel higiénico donde Monreal y Fernández Noroña pueden borronear cualquier disparate, siempre y cuando lo haya palomeado el Jefe Máximo que maneja desde la sombra el teatro de marionetas.
La coalición gobernante no obtuvo en las urnas la mayoría calificada en el Congreso que le permitió aniquilar al Poder Judicial: se la concedieron los comisionados del INE y los magistrados del Tribunal Electoral Federal coludidos con Morena, pero es evidente que este golpe a la democracia no le quita el sueño al pueblo bueno y sabio. En eso comulga con el núcleo mayoritario de la población estadunidense. Allá como acá, la cultura política del ciudadano promedio está por los suelos, y de ello no sólo tienen la culpa los caudillos populistas del siglo XXI: los maestros, los escritores, los periodistas y los políticos liberales hemos fracasado en la tarea de inmunizar a la sociedad contra la ceguera ideológica y la manipulación del resentimiento. Cuando las ideas se baten en retirada medran a su antojo los vendedores de humo.
El odio es la gasolina del fascismo y en la era de las redes sociales cualquier chispa lo enciende. Bombardeado con instigaciones a cobrarse agravios reales o imaginarios, el hombre-masa tipificado por Ortega y Gasset vota con las vísceras al rojo vivo. Su ánimo vengativo amenaza con destruir las libertades políticas y las garantías individuales, como sucedió en el primer tercio del siglo XX, cuando la democracia italiana y la alemana se suicidaron por aclamación popular. En México, los portavoces del odio ya no conceden treguas a los adversarios vencidos: siguen alimentando el encono para borrarlos del mapa y decretar su muerte civil. Hace un par de semanas vi con alarma el video en el que un grupo de fanáticos morenistas asediaba a la valiente y lúcida periodista Anabel Hernández al salir de un juzgado en Brooklyn. No le perdonan que haya denunciado los presuntos vínculos de López Obrador con el narco y pretenden intimidarla con amenazas. Pero increpar a un enemigo político desde la oposición no es lo mismo que hacerlo desde el poder absoluto. Las camisas negras de Mussolini recurrían a la misma táctica intimidatoria cuando algún disidente osaba levantar la voz contra el Duce. Si Claudia Sheinbaum quiere figurar entre los líderes civilizados del mundo libre, le convendría amarrar a su jauría. De lo contrario la opinión pública internacional no tardará en identificarla como un alma gemela de Donald Trump.