
Oímos hablar sin sorpresa de indicadores y magnitudes que parecen explicar el mundo con la exactitud de una operación matemática. Pero, frente a lo que a veces tendemos a pensar, los números no son siempre neutrales. Para empezar, alguien decide qué medir y cómo, y esa decisión no es inocente: las cifras orientan nuestra mirada y nuestras metas. El famoso índice del producto interior bruto, por ejemplo, establece la riqueza de un país según el valor económico de sus bienes y servicios. Desafiando esa visión del progreso, han surgido alternativas que proponen calcular el nivel de desarrollo también desde el prisma de la educación, el sistema de salud, la cultura, la huella ecológica del consumo o incluso la felicidad.
Hace más de veinticinco siglos, Protágoras escribió: “El hombre es la medida de todas las cosas”. Para este filósofo griego, el ser humano, a través de sus sentidos y con el filtro de sus ideas, mide y decide el valor de cada cosa, su mesura o su desmesura. Algunos pensadores han sugerido además que las palabras de Protágoras nos invitan a colocar los ideales humanos en el centro de mira, como pauta ineludible. Según esta lectura, deberíamos negarnos a valorar las formas de vida y los países solo por sus números, su riqueza y sus recursos. Es un antiguo ideal: que las personas puedan tasar las cosas, no las cosas a las personas.