La neurodivergencia presenta una división tajante: bueno y malo. Así. Sin claroscuros. Y a partir de ese maniqueísmo la sociedad construye sus narrativas, filias y fobias. Bajo tal bifurcación hilvana mitos.
De ahí emerge la “genialidad” del autista y el rechazo al esquizofrénico. Todo lo que es más o es menos que lo estandarizado, lo que sale de los parámetros preestablecidos de conducta, es “diferente”. Se le tilda de “enfermo” o, en el menor de los casos, de padecer un síndrome. Se le segrega conscientemente o no.
El neurodivergente es el nombre de una inmensa pléyade en la que aparecen autistas, poseedores del trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) o dislexia.
Otros tipos de neurodivergentes incluyen el síndrome de Tourette (tics motores y al menos uno verbal), la dispraxia (transformo psicomotriz), la sinestesia (variación no patológica de la percepción), la discalculia (se dificulta aprendizaje de las matemáticas), epilepsia, trastorno bipolar o trastorno obsesivo-compulsivo, entre otros.
Pero, ¿realmente todos estamos dentro de los márgenes de lo que nombramos como normal? Prefiero asumir que cada uno de nosotros es único, tal como lo es nuestro cerebro.
¿Qué hay del autismo y las mentiras alrededor de él? Iván Zermeño, autista y activista en pro de la neurodivergencia en distintas organizaciones y medios de comunicación, enumera algunas características: obsesión o atención focalizada en áreas de interés, hipersensibilidad, deficiencias persistentes en la comunicación social y en la interacción social en diversos contextos.
“También los autistas presentamos patrones restrictivos y repetitivos de comportamiento, intereses o actividades”, dice el luchador social.
“Uno de los grandes mitos es que esta neurodivergencia se asocia a la genialidad. Esto porque existe la tendencia en enfocarse y especializarse en un área concreta de interés. Entonces se llega a ser realmente bueno en un área específica. No es privativo de la mentalidad autista, todos podemos destacar si nos enfocamos en determinada asignatura”, comenta Zermeño.
Pero a la par, “al autista se nos tilda de antisociales. No solemos seguir muchas normas o rituales en la interacción con los demás. Se nos puede percibir como bruscos, porque solemos abordar de inmediato un tema sin los preludios convencionales de una conversación”, especifica quien trata de reducir el estigma en torno a las diferencias en la manera de pensar y aprender.
En la comunicación e interacción social, el autista no responde a su nombre. En ocasiones, parece no escuchar, se resiste a los abrazos y caricias, prefiere jugar solo y se abstrae en su propio mundo.
Asimismo, no hace contacto visual y carece de expresión facial, no habla o tiene un desarrollo tardío del habla o pierde la capacidad que tenía para decir palabras u oraciones. No puede mantener ni iniciar una conversación o, tal vez, inicia una solamente para pedir algo o nombrar elementos.
Habla con tono o ritmo anormal y es posible que utilice una voz cantarina o que hable como un robot, repite palabras o frases textuales, pero no comprende cómo usarlas, no parece entender preguntas o indicaciones simples, no expresa emociones ni sentimientos y parece no ser consciente de los sentimientos de los demás.
Asimismo, no señala ni trae objetos para compartir sus intereses. Aborda interacciones sociales de forma inadecuada comportándose de manera pasiva, agresiva o perturbadora y tiene dificultad para reconocer señales no verbales, como la interpretación de las expresiones faciales de otras personas, las posturas corporales o el tono de voz.
Sin embargo, el autismo, como cualquier otra neurodivergencia, es parte de la unicidad que cada uno posee. No hay moldes o paradigmas acotados de cómo ver el mundo e interactuar con los otros.
En la medida que aceptemos la diversidad del mundo, ayudamos a que nuestro mundo se enriquezca de percepciones y soluciones.
Algo más, debido a las particularidades para aprehender al mundo, es posible que todos tengamos una sombra autista que nos negamos a ver.