Bajar los brazos, dejar pasar, ahorrarse sinsabores…o enfrentar desafíos, aceptar la propia disrupción y el inconfesado reto propio de abrazar la utopía.
Estas son las disyuntivas de siempre, las que enfrentaron nuestros antecesores, las que nos conminan a seguir aquí, en esta realidad, sea como seres inertes sin voluntad o como proactivos procreadores. ¿Qué nos debe impulsar? Asumirnos como seres que cambian, que mejoran, que dan oportunidades, que se aventuran a consolidar los sueños de otros, incluso silentes y ambiguos.
En el mundo solo existen dos tipos de personas: las conformistas y las creadoras. Unas viven sujetas a las imposiciones de otros. Quienes crean apuntalan sus propias realidades. El grado de involucramiento determina la pasión con la que se vivirán los momentos. Y debe desterrarse el mito de que esto corresponde sólo a los jóvenes, como si un número decidiera lo que deseamos o no experimentar y tener.
Quien asume que “así debe ser” un hecho, renuncia a ser. Ese es el principio de la vejez.
Pero existen quienes, contra todo pronóstico, se lanzan a edificar ideas. Construyen de la nada cimientos de nuevas realidades, se enfrascan en proezas pese al veredicto angustioso de los otros que vaticinan, sin fundamentos: no podrá.
Los derrotistas andarán por la vida rumiando imposibilidades y ataduras que sólo sus ojos miran. Los creadores conformarán alas para ellos y los demás. Nada está escrito. “Se hace camino al andar”.
La comodidad del “siempre se hizo así”, la imposición de un largo letargo no lo comulga un creador. Del polvo y la maraña, de lo insustancial y anodino verá rutas nuevas y emprenderá cambios que vuelvan a los demás creyentes de su destino.
¿Qué determina asumir una u otra posición? No es la proclividad o no a respetar el status quo, una inclinación natural a la conformidad o el desafío. Es el compromiso. El grado de fidelidad que cada uno tenga para sí mismo.
En la medida que alguien descubre que si algo no le gusta puede cambiarlo, busca cómo lograrlo. En el camino hallará infinitos escollos y quien le advierta de inminentes fracasos. Pero la resolución interna avasalla todos los obstáculos reales o imaginados y se lanza a la aventura.
¿Logrará lo que pretende? Nadie lo sabe. Pero es muy probable que sea el inicio de una serie de intentos. En cada uno cambiará factores hasta arribar al gran cambio, a ese parteaguas en el que modificó una realidad que aparecía acotada e inamovible.
La recompensa es el cambio mismo, pero también el disfrute en el camino. El adagio de “Roma no se hizo en un día” es verdadero, pero debe analizarse plenamente, Roma esconde una palabra fundamental: amor. Es uno de los sentidos más plenos de la vida. Lo que cambia al mundo, lo único que nos hace creer y soñar, pero también ser.
El permiso para crear inicia con el credo más sustancial que nadie puede negarse: el de sí mismo.