El título que encabeza este apunte es, más que un jueguito de palabras, un énfasis.
¿De qué? De una práctica cada vez menos frecuente en el mundo contemporáneo: la de subrayar libros.
En efecto, subrayo aquí que siempre subrayo los libros que voy leyendo, y a tanto ha llegado esta obsesión que sin un lápiz a la mano me resulta imposible —sí, imposible— leer.
Casi una superstición, es verdad, pero mientras me acerco a una página se prende el foco ámbar: ¿y si hay algo, una frase, una palabra, una errata, una fecha que merezca ser subrayada y no hay lápiz? No me la juego.
El lápiz es como la llave para poner en marcha el acto de leer, y sin tal llave no hay lectura.
Sé, porque lo he conversado, que hay lectores ajenos a esta práctica, amigos a los que horroriza cualquier mácula infligida al papel como marca en el recorrido.
Sólo les doy la razón en ciertos casos: cuando entre los renglones y en los márgenes se atiborran palabra y rayones, en un caso, o cuando, esto también para mi horror, cuando se usan marcadores, bolígrafos o plumones fosfo.
Como comprador habitual en librerías de viejo, he desistido de adquirir títulos al ver marcas indelebles, rayones que rompen de manera a veces brutal con la belleza tipográfica.
Mi política, por esto, es dejar vestigios de la lectura, pero sutiles y siempre impuestos con lápiz para que, sin mucho batallar, algún lector futuro, que estoy seguro llegará, tenga la posibilidad de borrar mis trazos y dejar el libro incólume, casi virgen.
Mi obsesión por subrayar, por leer con lápiz a la vista, no viene de tan lejos.
Data de hace quince o veinte años, más o menos.
He tratado de explicarme esto como una consecuencia de la edad:
mientras fui o me sentí joven creí que la memoria haría buen registro de lo leído, pero llegó un momento en el que sospeché su infalible falibilidad.
Y así, sin notarlo, caí en la adicción del lápiz, en el empleo del grafito como terquedad, casi como amuleto.
Como escribo frecuentemente sobre lo que leo y como mi memoria ya es muy poco hospitalaria, las leves marcas me permiten detectar, en una hojeada rápida, los hitos, aquello que juzgué esencial en un libro, y así como para los ojos uso la muleta de los lentes, para la memoria recurro a la del lápiz: la muleta de los olvidadizos.