El gobierno de hoy y, sobre todo, el siguiente enfrenta un desafío mayúsculo. El país debe crecer a tasas que superen el 4 o el 5 % anual y encontrar la manera de que el grueso de este crecimiento se traduzca en una mejoría lenta pero sostenida de las grandes mayorías, algo nada fácil por las inercias instaladas. López Obrador lo ha intentado con aciertos y desaciertos, pero el contexto internacional barrió con buena parte del impacto real que sus políticas públicas pudieron haber conseguido en favor de los más pobres. La curva de aprendizaje de toda nueva administración afectó, desde luego, y la polarización política que el presidente creyó necesaria para legitimar a su gobierno en medio de esta crisis, pasaron una factura económica en términos de un medio ambiente poco propicio a la inversión privada nacional.
No es el espacio para hacer un balance de la 4T; bastaría mencionar que los regímenes pasados fueron eficaces para hacer prosperar a un tercio de la población (sobre todo a la punta superior), pero sus políticas resultaron poco favorables para la mitad inferior de la pirámide social. Este desequilibrio hizo crisis en 2018 con la elección de una opción que prometía un cambio. El gobierno obradorista, en efecto, se ha esforzado en reorientar algunas inercias e introducir un giro favorable en favor de regiones atrasadas, ramas económicas desdeñadas y sectores sociales desesperanzados; en muchos sentidos son apenas cimientos para construir sobre de ellos; insuficientes aún para producir un cambio sustancial en la vida cotidiana.
El gobierno que siga necesitará cantidades ingentes de dinero para tener alguna oportunidad de cumplir el reclamo que le llevó al poder. La austeridad es una política necesaria frente al derroche que existía, pero solo puede serlo de corto plazo; más allá de eso se vuelve recesionista. Contra lo que se cree, el peso del sector público en México es muy inferior al de los países desarrollados; alrededor de 27% del PIB, mientras que en Europa supera 50% y en Estados Unidos (símbolo del liberalismo) llega a 42%.
Tan solo mantener la inercia de los compromisos actuales agota los recursos existentes. Uno, continuar la derrama social de los programas de bienestar: las pensiones, el internet para todos, el apoyo a los sectores vulnerables. Y dos, consolidar la inversión en los grandes proyectos del sureste ya iniciados, para permitir potenciar todas sus posibilidades. Solo estas dos tareas consumirá buena parte del presupuesto que sobra de las obligaciones de la nómina de la administración pública y el pago de la deuda.
Pero si la 4T quiere en efecto tener un peso transformador, tendría que hacer mucho más que eso. Las transferencias y pensiones de hoy son indispensables para aliviar la urgencia de los más necesitados. Pero es obvio que la única manera real de salir de la pobreza reside en la generación de empleos que permitan una vida digna. El gobierno no tiene los recursos para producir estos empleos, pero sí para generar el ambiente necesario para la inversión privada; el reto es cómo lograrlo sin que el fruto de ese crecimiento se siga concentrando esencialmente en los de arriba.
Además de los compromisos mencionados, la autoridad debe aportar los bienes públicos que exige un crecimiento sano: mejor educación, servicios de salud, procesos judiciales legítimos y, sobre todo infraestructura: comunicación, internet, energía.
Adicionalmente habría que hacer un esfuerzo mayúsculo para romper las inercias que impiden la distribución de los beneficios. ¿Por qué? Porque la inercia del mercado llevaría a establecer toda nueva industria, educación tecnológica y servicios especializados en torno a Monterrey o equivalentes; el retorno de inversión es mayor y de más corto plazo que instalarse en Oaxaca o en Guerrero. Es la lógica inmediata, pero a mediano plazo las consecuencias son terribles: profundiza la desigualdad y genera mayor presión sobre recursos ambientales crecientemente exhaustos. Es allí donde el Estado debe compensar tales “deseconomías” con infraestructura nueva. Cancún es, a la vez, un ejemplo malo y bueno: construyeron una ciudad, carreteras, aeropuerto e infraestructura básica, y la inversión privada inundó una región hasta entonces abandonada. Un maridaje entre la inversión pública y privada. Esa es la parte virtuosa y un ejemplo para seguir de proyectos públicos encaminados a generar nuevas inercias. La mala es que faltaron las estrategias complementarias para convertir este polo en detonante de un crecimiento más sano, con mayor respeto al medio ambiente y a las cadenas productivas locales.
Pero nada de esto es posible con los recursos existentes, la grasa que podía existir en las finanzas públicas ya se utilizó. Esto implica tres desafíos: a) ampliar los ingresos del Estado. Lo que existe hoy apenas alcanza a cubrir lo indispensable. Los países antes citados tienen en común una recaudación fiscal mayor, casi el doble que la mexicana, que apenas llega a 14%. México necesita que los de arriba aporten más. Pero habría que hacerlo sin desestabilizar la economía (salida de capitales, desinversión en el país) y eso pasa por un pacto con el tercio más próspero. La propuesta “primero los pobres, por el bien de todos”, merece una segunda oportunidad, lanzada en mejores términos.
b) No se puede crecer sin inversión, y la inversión en México es muy baja. Los recursos adicionales del Estado tendrían que ser detonantes para atraer a terceros y apoyarse en políticas que favorezcan la creación de bienes públicos por parte de la iniciativa privada. La construcción de carreteras o gasoductos apoyada en particulares fueron infames por las condiciones leoninas, pero no necesariamente por la naturaleza. Bajo condiciones favorables podría ser una vía para cubrir el enorme déficit de capital que requeriría el crecimiento. Podrían explorarse nuevas fórmulas de complementación: por ejemplo, si el programa “internet para todos” va a beneficiar a los bancos, a Google, Facebook y al universo de plataformas, bien podrían compartirse las inversiones necesarias. Las enormes obras que requiere nuestro “Canal de Panamá” en el Istmo podría ser un caso similar.
c) López Obrador recurrió a la polarización como una vía para sostener el apoyo popular y conseguir la legitimación, frente a los magros resultados que habrían derivado de las circunstancias que afrontó (externas e internas). Pero el siguiente gobierno no tendrá ese recurso. Imposible reproducir el carisma o la trayectoria personal. Quien siga tendrá que legitimarse con resultados frente a las grandes mayorías, y conseguirlo sin que le den la espalda las poderosas minorías. Esto implica un trabajo político de conciliación práctica, pero sin abandonar los objetivos sociales. No es fácil, aunque contará con el cansancio que la confrontación ha generado entre muchos de los actores económicos y políticos.
Pretender que las expectativas de las mayorías habrán de cumplirse con solo los recursos y las directrices del Estado es absurdo. Si la alternancia en el poder para favorecer a los pobres va a tener algún éxito, tendrá que pasar por involucrar a los actores claves de la economía; no puede ser de otra manera en un mundo dominado por el mercado y particularmente en el contexto de la integración y el nearshoring con Norteamérica, algo respecto a lo que tirios y troyanos están de acuerdo. Difícil pero no imposible, a condición de construir los argumentos éticos, apelar a la conveniencia de todos y al arte de la política, entendida en su mejor sentido.
Habría que pensar menos en términos de la pasión a favor o en contra por López Obrador. A mi juicio tiene el enorme mérito de haber sido el pionero y operó bajo condiciones muy adversas, al margen de errores y aciertos a considerar. Pero más allá de la opinión que cada quien tengamos, hay que hacer frente a realidades insoslayables: el proyecto que busca el cambio gobernará seis años más, todo indica, y las mayorías siguen exigiendo lo que gobiernos anteriores no les dieron. ¿Es demasiado pronto para plantearse estos temas? Quizá, pero la tarea de pensar una verdadera continuidad con cambio es un desafío que exige comenzar desde ahora, si no se quiere improvisar.