Dormido y sin saber nada desperté a las 4 de la mañana y caminé al baño. Se recuerda la crueldad del destino ensañándose con el ser humano durante la peste bubónica, la gran hambruna de China, el ciclón Bhola en Bangladés, la terrible erupción del monte Tambora en Indonesia, el río de lodo en Venezuela y, desde luego, el día en que delincuentes cibernéticos hackearon el WhatsApp de mi teléfono celular, ese día se hundió mi civilización. De eso me acordé en la alta madrugada.
Llamémosle por su nombre: estupidez, ese lugar en el que suelo ocultarme algunas veces. Sonó mi celular y contesté: ¿hablamos al número (aquí mi teléfono)? Respondí que sí. No se me ocurrió que si me marcaban sabían mi número. Para evitar fraudes en estos tiempos hay que ser una combinación de Niels Bohr y Sherlock Holmes.
Del otro lado de la línea: estamos por entregar su paquete (pueden mencionar Amazon, DHL o cualquier otra empresa), le vamos a dar su código. San Pendejo apunta el código, digamos 6876. Me lo puede repetir, dice la voz, y yo repito el número, en ese momento el WhatsApp les pertenece a los ladrones con todo y sus contactos. A la brevedad empiezan a comunicarse con ellos y a pedir dinero en mi nombre. “Hola. Buenas tardes, ¿te puedo pedir un favor?”. Para entonces los amigos de lo ajeno han abierto una cuenta en un banco, ahí hay que depositar 40 mil pesos. Eso pedía yo, o ellos, para salir del problema. No le había puesto cifra a mis problemas, 40 mil por cada mortificación me parece bajo.
Los amigos llaman para prevenirme: te hackearon. ¿Qué hago?, pregunto perdido, desorientado. Antes que nada, borrar la aplicación del celular; luego, comunicarse a la policía cibernética; más tarde, escribir un correo a WhatsApp para pedir que cancelen la cuenta que ha sido robada.
De entre mis amigos, uno de ellos contestó como contesta una mente ágil: “Sí, claro, Marcial, nada más mándame los papeles con lo de las llantas y yo te mando lo de la transferencia”. Otros fueron más directos y mandaron a los defraudadores a ver a su mamá a algún rancho. Hasta donde sé, ninguno de mis contactos mordió el anzuelo.
Estuve siete días sin WhatsApp. Trapeo el piso con mi autoestima. Un gusano mental me dice varias veces al día: eres idiota. Pero fíjense bien: una pequeña parte de mí se siente decepcionada porque nadie puso dinero para sacarme de un problemón. Me siento abandonado.