Cine

Ciudad de México /

Siempre me gustó el cine culto. Buscaba en esa gran obra algo de los misterios que me habitaban y que yo mismo nunca resolvería. Así fui en busca de Godard, Resnais, Truffaut, toda la nouvelle vague. Ni qué decir de Fellini, me pongo de pie, y Bergman, la catástrofe de la vida cotidiana. En Bergman aprendí que las parejas sufren siempre, esplendor y miseria, felicidad y desgracia.

En ésas estaba, preparando un guión de La otra aventura cuando encontré esto, no se si lo conocen: Ingmar Bergman, igual que su educación, su obra cinematográfica es en cierta forma confesional. Sus personajes, como él, tienen miedo del silencio de Dios, y conviven de cerca con lo sagrado y lo profano. Bergman conoció el cine casi al mismo tiempo que el dolor y el miedo. En casa eran habituales los castigos y las vejaciones.

A él, que le tenía miedo a la oscuridad, solían encerrarlo en un amplio ropero. Sobre esto, cuenta Bergman: “Yo oía con toda claridad que algo se movía allí dentro, y estaba totalmente aterrorizado. No me acuerdo de lo que hacía, probablemente me subía a los estantes y me colgaba de los ganchos para evitar que me comieran los dedos los monstruos. Sin embargo, este tipo de castigo dejó de atemorizarme desde que encontré una solución: escondí una linterna que tenía luz roja y verde en un rincón. Cuando me encerraban la sacaba, dirigía el cono de luz hacia las paredes y me imaginaba que estaba en el cine”.

Una navidad, su hermano recibió como regalo de una tía adinerada el codiciado aparato. Bergman logró convencer a su hermano de intercambiar aquella máquina por su colección de soldados de plomo. Sobre este momento nos cuenta en La linterna mágica lo siguiente: “No era una máquina complicada. La luz procedía de una lámpara de queroseno y la manivela estaba unida a una rueda dentada y a una cruz de Malta. Con el aparato venía también una caja cuadrada de color violeta. Contenía unas cuantas transparencias de vidrio y una película de 35 milímetros. A la mañana siguiente me retiré al amplio ropero de nuestro cuarto, coloqué el cinematógrafo sobre un cajón, encendí la lámpara y dirigí la luz hacia la blanca pared. Después lo cargué con la película. En la pared apareció la imagen de una pradera. El cine”.


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