Camino mucho, pero al cabo de un rato largo empiezan a dolerme los huesos de la cadera. El asfalto, enemigo de los caminantes. Por eso me detuve en algún lugar de la calle de República de Uruguay. A un costado de un anuncio, “Se renta despacho”, encontré una placa ignorada por el trajín de vendedores ambulantes: “Esta fue la primera calle de la ciudad que tuvo alumbrado público”. Esta historia la conozco, pensé, y más tarde reconstruí con los libros mis recuerdos desordenados.
La ciudad que tramaron los españoles, construida sobre ruinas, no tuvo por luz más que algunos hachones de ocote colocados en la fachada de alguna que otra casa. La ciudad vivió en tinieblas durante casi dos siglos.
En 1763, Joaquín Juan de Montserrat y Cruillas y virrey de la Nueva España, ordenó a los vecinos de la capital que colocaran luz dentro de los farolillos de alguna de sus ventanas y balcones, pero poco se consiguió, solamente algunas islas de luz en un gran lago de oscuridad. Los primeros faroles públicos, encendidos con aceite de chía, ajonjolí o nabo, se instalaron en el año de 1790 por orden del virrey Revillagigedo, quien creó una cuadrilla de guardafaroleros que cambiaban el aceite y el pabilo durante las noches.
A principios del siglo XIX, la ciudad disponía apenas de mil 200 faroles en calles por las que circulaban 2 mil 500 coches jalados por caballos y mulas y en una ciudad que tenía cada vez más residentes y que recibía cada vez más viajeros. Luis González Obregón, cronista mayor de la ciudad, escribió que en el año de 1810: “los barrios de la ciudad eran polvosos, llenos de basura, en los que no había ni un policía ni un farol que pusiera término o alumbrara las riñas banales y sangrientas”.
El historiador Antonio García Cubas refirió que en 1850: “durante las horas de la noche la débil luz que producían en el centro de la ciudad 750 aparatos líquidos de trementina que dieron en llamar gas líquido, y la más escasa, todavía, que emitían otros mil de aceite en los suburbios, en vano pugnaban por disipar la oscuridad”. Una gran disputa: la oscuridad y la luz.
Ignacio Comonfort fue quien mandó inaugurar la fábrica de alumbrado de gas que combatió la noche con mayor energía. La luz de gas de hidrógeno sustituyó los aceites en 1869 y, finalmente, en 1881 se creó la Inspección de Alumbrado Público y los avances tecnológicos que permitían el control del arco voltaico empezaron a darle a la ciudad el aspecto que aún tienen por las noches los más antiguos callejones.
Todo esto viene a cuento por la caminata y el dolor en la cadera.