He escrito que debe ser la edad. Cuando vivía mi mamá yo detestaba el Día de la Madre, su cauda de frases cursis, su estela de fotografías de ancianas venerables. Pero de un tiempo a esta parte, la celebración me recuerda mi orfandad, es decir, me trae a mi madre del polvo en que la convertimos resuelta en memoria. La memoria es el Dios de los ateos. Viene mi madre durante el temblor a decirme que salga de inmediato, que me tardo, que soy una barbaridad, que siempre he sido un tarambana, un ojo alegre, el vivo retrato de mi padre.
Antes de significar amor, ternura, sacrificio, protección, madre fue sonido. Un balbuceo ancestral, ma, la sílaba que brota instintivamente de la boca del recién nacido. Esa vocal abierta y básica aparece en muchas lenguas, como si el mundo entero y su historia hubieran intuido la necesidad de nombrar el origen.
Según el Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico de Corominas y Pascual, madre proviene del latín māter, heredera de la raíz protoindoeuropea méhtēr, compartida por lenguas tan distintas como el sánscrito (mātṛ), el alemán (mutter), el francés (mère) o el inglés (mother).
El Lexikon der indogermanischen Verben, de Helmut Rix, confirma esta raíz como una de las más antiguas y estables del corpus indoeuropeo, vinculada a la idea de “engendrar” o “nutrir”.
En latín, «materia» nombraba la sustancia de la que todo está hecho. Así, madre alude tanto a una figura humana como a un principio estructural: origen y constitución. En la mitología clásica, la palabra se convirtió en símbolo. Deméter, diosa griega de la fertilidad, era llamada la Gran Madre. En Roma, Cibeles fue venerada como Magna Mater. Más que personas, encarnaban funciones: gestar, alimentar, sostener, a veces también destruir.
El derecho romano recogió esta fuerza en su legislación. El Corpus Iuris Civilis afirmaba que madre era quien había dado a luz, sin posibilidad de error. Frente a la incertidumbre de la paternidad, la maternidad era prueba. La palabra madre quedó asociada a la certeza.
El paso de los siglos le añadió a esa raíz nuevas capas: afectivas, espirituales, incluso ideológicas. Pero bajo todas ellas, permanece su función más antigua: señalar el principio.
Decir madre es nombrar un punto de partida. Más que designar a alguien, la palabra nombra un lugar en la lengua y en la memoria. Una palabra que sobrevive no por tradición, sino porque sigue diciendo lo que ninguna cultura ha podido evitar nombrar. Madre es raíz y testimonio. Y mientras alguien necesite decir de dónde viene, ella seguirá siendo la primera palabra.