Lo recuerdo: un día de mayo de 1993 empecé a leer una novela: Leviatán. El autor, Paul Auster, no me sonaba, pero me llamó la atención que esas páginas estuvieran dedicadas a Don DeLillo, escritor que apreciaba en esos años y aún aprecio por al menos una de sus grandes novelas: Ruido de fondo. Mucho mayor que Auster, Don DeLillo le ha sobrevivido.
El imán de algunos libros nos atrae con fuerzas misteriosas. Así me pasó con Leviatán y con Auster, a quien ya no dejé de leer, siempre en español; lo siento, mi inglés no da para leer novelas. La verdad es que luego supe que se trataba ya de un escritor con una importante obra en marcha, un autor de culto que había publicado La trilogía de Nueva York (1985), El país de las últimas cosas (1987) y El palacio de la luna (1989). Leí una novela tras otra mientras aparecían las traducciones al español. La mezcla de la ficción y la realidad, el azar y el destino me hicieron un lector asiduo de Auster.
Los editores, o alguna crítica, como llamarle, necia, cuadrada, le ha dado un lugar en la no ficción, o la autobiografía, cualquier cosa que esto quiera decir, a algunos de los grandes libros de Auster: La invención de la soledad (1982) y en español 2006, y El cuaderno rojo (1993) y 1998 en español, una serie de relatos de altísimo poder narrativo. De estas páginas y tramas personales se desprende toda su obra.
Cuando la sombra de la vejez oscureció su vida, Auster iluminó las letras de su obra con dos cañonazos: Diario de invierno (2012) e Informe del interior (2013). Auster volvió a desplegar sobre el tablero creativo su propia vida, esos libros pudieron ser el último capítulo de su gran obra, pero el cáncer se lo impidió. Siri Hustvedt, superescritora, y él mismo abrieron en instagram Cancer Land, en ese espacio dieron noticia de la enfermedad de Auster.
Hay obras que dan para mucho y más, incluso para algunas historias flojas en las cuales Auster quiso llevar el cine a las letras o al revés. Por cierto, no deja de ser un raro azar, como en uno de sus relatos, que su éxito empezara en Francia, donde lo reconocieron antes que en Estados Unidos.
El cazador de coincidencias ha muerto.