Muy linda, esta época del año, llena de iluminaciones y adornos pero, a la vez, un tanto extraña: luego del frenetismo de las semanas que preceden la celebración de la Natividad (una avalancha de compras, centros comerciales atestados, calles intransitables por el tráfico y gente enardecida), el tiempo se detiene y se tiñe, todavía más, de esa nostalgia estacional que se respira también en el ambiente.
Es el festejo más familiar de todos –parecido al Thanksgiving que congrega a los estadounidenses, mucho más dispersos geográficamente que nosotros (sin considerar, desde luego, a los paisanos nuestros que se han afincado, justamente, en el vecino país y que se adentran de nuevo en el terruño para estar fugazmente con los suyos en estos días)— y una ocasión, precisamente por ello, muy difícil de tramitar para quienes sobrellevan las durezas de la soledad o que enfrentan la pérdida de un ser querido.
El calor de las personas cercanas, jubilosamente reunidas para compartir la cena navideña (la Nochebuena, en estos pagos, importa más que la comida del 25, la que reúne a los naturales de la Península, esos españoles cuya lengua hablamos y cuyos usos y costumbres hemos asimilado hasta el punto, miren ustedes, de estar celebrando en estos momentos la mismísima conmemoración religiosa que ellos), el calor de las personas cercanas –repito— se vuelve, para quienes atraviesan un duelo, un divorcio o se han alejado simplemente de los parientes, la experiencia de algo distante que los confronta, además, con la desalentadora realidad de su propia circunstancia.
Estas fiestas, cargadas de una suave añoranza, nos conectan con la temprana vivencia de la ilusión y remueven, en nosotros, las memorias de unas escenas vividas en comunión con los nuestros. Observamos las tradiciones de siempre pero nos llaman también los amigos y los familiares para compartir felices momentos y hacernos sentir que contamos con su compañía.
Los humanos necesitamos la cercanía del otro para poder acreditar nuestra propia existencia. No somos vampiros, seres apagados cuya imagen no se refleja ya en el espejo. Justamente por ello es que la soledad, esa nefaria epidemia de los tiempos modernos, es todavía más triste y desolada en estos días navideños. Y, pues sí, dediquémosle, hoy mismo, algunos de nuestros pensamientos a los solitarios.